Siempre he sido de las que corren todo el día; Trabajo, compromisos, una lista interminable de tareas que parecían multiplicarse por arte de magia. Vivía en un constante "modo supervivencia" donde el tiempo para mí era un lujo inalcanzable .Pero hubo un día, uno de esos en los que todo parecía desmoronarse, que marcó un antes y un después.
Recuerdo perfectamente: era martes, llovía. Había olvidado un documento importante en casa y, para colmo, el tráfico estaba peor de lo habitual. Llegué tarde a una reunión y mi jefe me lanzó esa mirada que mezcla desaprobación con paciencia (la paciencia que sabes que está a punto de agotarse). Al salir, en lugar de regresar a la oficina de inmediato hice algo inusual; me detuve en una cafetería.
Era un lugar pequeño, de esos que suelen pasar desapercibidos. Entré, más para refugiarme de la lluvia que por otra cosa, y pedí un café. Mientras esperaba algo en el ambiente me obligó a detenerme. Había una calma mágica: el sonido del vapor de la máquina, el murmullo suave de las conversaciones, el aroma profundo del café recién molido. Por primera vez en meses, me permití respirar.
Cuando me sirvieron el café, no me limité a tomarlo como un combustible para seguir. Lo observé. Sentí el calor a través de la taza, el aroma tostado que me envolvía, y al dar el primer sorbo, algo increíble ocurrió: me sentí presente. No estaba pensando en lo que tenía que hacer después ni en lo que había salido mal antes. Estaba ahí, en ese momento, disfrutando de algo tan simple y perfecto.
Desde entonces ese ritual se ha convertido en mi ancla diaria. Cada mañana, antes de enfrentar el caos, preparo mi café como si fuera un acto sagrado. Elijo la taza con cuidado, mido el café, vierto el agua caliente y dejo que el aroma me envuelva. Durante esos minutos, no existe nada más. Es mi manera de recordarme que aunque el mundo gire a toda velocidad siempre hay un instante que puedo reclamar como mío.
Y es curioso cómo algo tan sencillo puede transformarlo todo. El café no es solo café. Es un recordatorio de que puedo parar aunque sea un segundo y que en esa pausa encuentro claridad. Desde ese martes lluvioso he aprendido a apreciar los pequeños momentos esos que pasan desapercibidos pero que en realidad sostienen todo.
Ahora cada vez que alguien me pregunta por qué siempre estoy tan “tranquila” (aunque por dentro a veces esté temblando como todos), sonrío. Porque sé que tengo mi secreto: una taza de café y el simple acto de detenerme a saborear la vida.