En un pequeño pueblo rodeado de espesos bosques y serpenteantes ríos, había un puente antiguo, desgastado y olvidado. Nadie podía recordar cuándo se había construido, pero todos sabían que era un lugar que se debía evitar, especialmente al anochecer .Las historias contaban que bajo ese puente habitaba un niño. No era un niño cualquiera, sino uno de mirada vacía y piel pálida que nunca mostraba emoción.
Se decía que, hace muchos años, un niño del pueblo había desaparecido misteriosamente durante una tormenta. Las autoridades y los vecinos buscaron por días, pero nunca lo encontraron. Solo hallaron su pequeño juguete de madera flotando cerca del puente. Poco después, comenzaron a aparecer rumores de que, durante las noches más oscuras, alguien escuchaba susurros y risas infantiles bajo el puente, como si el niño perdido jugara ahí abajo… solo que no era un juego de alegría, sino uno de dolor y oscuridad.
Una noche de invierno, un joven llamado Mateo decidió desafiar los cuentos del pueblo. Era un chico curioso, pero también valiente, y no creía en supersticiones. “Es solo un puente,” pensaba, “nada puede pasar.” Así que tomó una linterna, se puso una chaqueta, y caminó hasta el puente justo cuando la luna estaba en su punto más alto.
Al llegar, el ambiente era helado y el silencio abrumador. Mateo encendió su linterna y se asomó bajo el puente. Al principio, solo vio oscuridad y escuchó el sonido del agua fluyendo lentamente. Pero entonces, algo llamó su atención: una pequeña sombra en la esquina, apenas visible.
“¿Hola?”, dijo Mateo con voz temblorosa, aunque no entendía por qué sentía ese miedo. La sombra no respondió, pero de pronto la linterna parpadeó, y cuando volvió a encenderse, un niño estaba frente a él, mirándolo con ojos oscuros y vacíos.
“¿Quieres jugar conmigo?”, susurró el niño en voz baja, pero con un tono escalofriante que retumbaba en la cabeza de Mateo. Sin pensarlo, Mateo retrocedió, tropezando con las rocas del suelo, pero el niño avanzaba, arrastrando sus pies descalzos, como si no sintiera ni frío ni dolor.
Mateo intentó correr, pero sintió que algo helado lo sujetaba del tobillo. Era una mano, pequeña y débil, pero llena de odio y tristeza. Miró hacia abajo y vio al niño bajo el agua, sosteniéndolo con fuerza, sin dejarlo ir. La voz del niño, más fuerte esta vez, dijo: “Ellos me abandonaron… no me encontraste… ¡juega conmigo para siempre!”
Esa noche, los habitantes del pueblo escucharon un grito desgarrador que se apagó en el eco del bosque. A la mañana siguiente, solo encontraron la linterna de Mateo flotando en el río, bajo el puente. Nadie volvió a ver al joven, pero a partir de esa noche, los susurros y las risas bajo el puente se hicieron más fuertes, como si ahora hubiera dos niños esperando a quien se atreviera a cruzarlo.
Los lugareños advirtieron a sus hijos que nunca fueran al puente, pero algunos dicen que, si te acercas en silencio, aún puedes ver las sombras de dos niños… esperando, en la oscuridad.