Era una de esas tardes en las que el cielo parece derretirse en tonos de oro y violeta. Caminaba sin rumbo fijo, perdiéndose en pensamientos y en la cadencia de sus propios pasos, cuando se topó con él, justo en una esquina que nunca había notado antes .
No se dijeron nada al principio; sus miradas fueron suficientes. Fue como si ambos supieran, en ese instante, que el destino tenía algo reservado para ellos.
Pasaron juntos las horas, conversando como siempre hubieran estado en la vida del otro. No había pasado, ni promesas de un futuro perfecto, solo el ahora. Rieron, compartieron silencios y miradas cómplices y el tiempo pareció detenerse.
Al despedirse, él le dijo: “Te veré donde el sol se pierde“ Y así, cada tarde, sin falta, ambos regresaron a esa esquina donde, sin buscarse, se habían encontrado.