Hacerse mayor puede, en un primer momento, parecer una cadena de pérdidas. Nos damos cuenta de que el tiempo se escapa sin detenerse y que, con cada día que pasa, algo en nosotros va cambiando para no volver a ser lo que fue .Los momentos que antes parecían interminables ahora se muestran finitos, y con ellos se desvanecen ciertas ilusiones, energías y hasta personas. Uno empieza a notar cómo el cuerpo ya no responde igual, como si el desgaste físico fuera una cuenta que solo ahora comenzamos a pagar. La juventud, tan idealizada, nos abandona sin pedir permiso, dejándonos a veces con un cierto vacío, una nostalgia por algo que en su momento ni siquiera supimos valorar.
Sin embargo, a medida que pasa el tiempo y nos adentramos en esta travesía de hacernos mayores, comenzamos a descubrir que, si bien hay pérdidas, también hay ganancia, una diferente, quizá más profunda. Empezamos a comprender que cada experiencia vivida, buena o mala, nos ha transformado, nos ha llenado de lecciones y recuerdos. La vida nos enseña a valorar los momentos simples, la compañía sincera y el presente. En lugar de la prisa de la juventud, aparece la calma, la posibilidad de ver las cosas con una perspectiva más amplia y sabia.
Hacerse mayor puede ser, en última instancia, un proceso de encontrar paz y gratitud, de reconocer el valor de todo lo que hemos construido y lo que aún nos queda por aprender. Llegamos a entender que cada arruga, cada cicatriz y cada memoria forman un mosaico de quiénes somos. Así, la edad deja de ser una carga para convertirse en un tesoro: un reflejo de la vida misma, con sus altos y bajos, sus aprendizajes y sus amores. Al final, hacerse mayor nos ofrece la oportunidad de reconciliarnos con nosotros mismos y con el mundo, y de encontrar una nueva forma de felicidad, mucho más serena y sincera.