Micaela siempre había sentido una extraña fascinación por el subte de Buenos Aires. Desde pequeña, había escuchado historias sobre espíritus y leyendas urbanas que giraban en torno a ese sistema de transporte subterráneo .
Una noche, decidida a desmentir los mitos que había escuchado durante años, Micaela se aventuró a la estación de San Télmo. Las luces parpadeaban débilmente y el silencio era ensordecedor. Miró su reloj: la medianoche estaba cerca. Se dirigió a la plataforma y, para su sorpresa, el subte llegó sin demora. Sin pensarlo, subió al último vagón, un lugar que parecía abandonado y descuidado.
Las puertas se cerraron con un ruido metálico, y el subte comenzó su recorrido. El vagón estaba vacío, excepto por ella. Micaela sintió un escalofrío recorrer su espalda, pero su curiosidad la mantenía alerta. Miró a su alrededor y notó que las luces del vagón eran más tenues de lo habitual, como si estuvieran luchando por encenderse.
Mientras el subte se adentraba en la oscuridad del túnel, algo extraño comenzó a suceder. Las sombras parecían moverse en las paredes, y un frío intenso invadió el aire. De repente, la luz titilante iluminó un rincón del vagón donde apareció una figura vestida con ropas antiguas, con la mirada perdida en el vacío. Micaela se sintió atraída por la presencia, como si una fuerza invisible la empujara a acercarse.
—¿Quién sos? —preguntó, aunque su voz apenas salió en un susurro.
La figura no respondió, pero sus ojos, vacíos y oscuros, parecían hablarle. Micaela sintió un miedo paralizante, pero algo en su interior la instaba a seguir adelante. Se acercó un poco más y, al hacerlo, comenzó a escuchar voces susurrantes que llenaban el vagón.
—No mires atrás... —decía una voz, entrelazada con el murmullo de otras.
Micaela, intrigada, miró por la ventana del vagón, pero lo que vio la dejó helada: las sombras del túnel se transformaban en rostros desesperados, almas atrapadas que parecían gritar en silencio. Se dio cuenta de que no estaba sola en ese vagón, que el pasado de esas almas era parte de ese lugar, y que el último vagón del subte era un umbral entre dos mundos.
El subte se detuvo abruptamente. Las luces parpadearon una vez más, y la figura se giró lentamente hacia ella, extendiendo una mano huesuda como invitándola a seguir. Micaela sintió una mezcla de temor y curiosidad. Sin embargo, en un momento de lucidez, recordó las advertencias que había escuchado sobre el último vagón. Decidió que ya era suficiente.
—No tengo tiempo para esto —murmuró, dando un paso atrás.
Justo en ese instante, el subte comenzó a moverse de nuevo, llevándola hacia la oscuridad del túnel. Micaela se sintió aliviada y aterrada al mismo tiempo, pero sabía que debía salir. Corrió hacia la puerta, pero las luces comenzaron a parpadear con más intensidad, y el vagón se llenó de un griterío ensordecedor. Las almas atrapadas parecían reclamar su atención, suplicándole que no se fuera.
Finalmente, la puerta se abrió con un chirrido, y Micaela salió corriendo a la estación más cercana. El aire fresco la envolvió como un abrazo reconfortante, y se dio cuenta de que había escapado de algo oscuro y aterrador.
Desde esa noche, Micaela nunca volvió a subirse al último vagón del subte. Sabía que había algo más en ese vagón que simple leyenda. A veces, en sus sueños, escuchaba los ecos de las almas atrapadas, recordándole que el subte, a pesar de ser un medio de transporte, era también un lugar donde los secretos oscuros y los miedos más profundos podían cobrar vida.
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