El castillo estaba asediado por el enemigo y en su interior solo había mujeres, niños, y yo, el único hombre. Los guerreros estaban cazando, pero no me llevaron con ellos, ya que me consideraban un muchacho demasiado inexperto y débil, y por supuesto, no apto para asuntos de machos .Pero, cosas del destino, gracias a mi habilidad con el arco y las flechas y subido en la torre más alta de la alcazaba, mantuve a raya al enemigo (que pensando de forma errónea, quiso beneficiarse de la presunta debilidad de los moradores del lugar) que nos atacó por sorpresa, aprovechando la ausencia de la milicia, hasta que llegaron los cazadores (momento en que los cobardes atacantes, huyeron como gallinas despavoridas) y pudieron darme cristiana sepultura.
La fortaleza y sus habitantes se habían salvado, y en el pequeño cementerio del patio interior del castillo, un lugar donde siempre reinaban la soledad y el silencio para que los héroes pudieran descansar en paz, había una nueva tumba con una diminuta cruz y grabado en la piedra mi nombre:
“Erik, el Valiente”
Y es que en el mundo de los humanos, casi siempre hay que morirse antes, para que uno pueda demostrar lo que vale.
Fran Laviada