Fue un día duro de trabajo en mi restaurante de comida rápida (basura, para ser sincero). Doce horas sin parar y solo unos minutos para un tentempié, aunque el negocio iba fenomenal.
El esfuerzo había merecido la pena, la caja estaba a rebosar, repleta de billetes apelotonados como sardinas en lata, parecía que iban a cobrar vida y salir disparados de su habitáculo, formando un confeti de euros desparramados por todo el local como una lluvia torrencial de gotas transformadas en dinero.
Sin embargo, en medio de aquel agotamiento, pensé convencido que la pasta no era el principal objetivo de mi vida, pues me faltaban cosas más importantes y en ese momento fui consciente de que mi vacío existencial era de verdad lo que cada día me dejaba exhausto y no mi jornada laboral, por muy larga y exigente que fuera.
Decidí cambiar de vida y salir de la asfixiante rutina diaria, así que mandé el restaurante al carajo y ahora voy de un lado para otro en una destartalada furgoneta, con mi puesto ambulante de perritos calientes y hamburguesas, que me permite estar cada día en un sitio diferente y trabajar el tiempo que me apetece, eso sí, sigo vendiendo comida basura, porque de algo he de vivir.
Fran Laviada