El Infierno existe, y sé muy bien de lo que estoy hablando, porque estuve allí. Sin embargo, mi estancia en convivencia con el fuego fue bastante corta, ya que permanecí atento para salir disparado cuando sentí que las llamas se iban acercando peligrosamente hacia mí y amenazaban con abrasarme.
También tuve la inmensa suerte de que mi cuerpo, por su propia naturaleza, nunca se adaptó bien a los climas excesivamente calurosos (quizá, es un mecanismo de defensa hereditario, con el que la sabiduría genética tuvo a bien premiarme).
Así pues, sigo vivo y, después de mi experiencia infernal y del aprendizaje recibido, siempre estoy en alerta permanente, para evitar en lo posible cualquier riesgo de quemadura por insignificante que pueda ser el origen de la llama, incluso la producida por una simple cerilla, un objeto como tantos otros, de apariencia frágil, pero capaz de originar un daño enorme si no se controla.
Fran Laviada