Una vez mi buen amigo Leocadio me contó lo siguiente:
—El día que conocí a mi suegra me sentí igual que un piloto de guerra cuyo avión es alcanzado por el enemigo y no le queda más remedio que saltar en paracaídas en territorio enemigo.
— ¡Vaya agobio, colega! Le respondí, añadiendo lo siguiente:
—Yo, afortunadamente, nunca tuve que pasar por ese trance. Siempre tuve la suerte de que mis parejas eran huérfanas.
A lo que mi colega contestó diciendo:
—Bueno, pues eso que ganaste, aunque con esto de las suegras hay que tener en cuenta que las hay de todos los colores, todo depende de la que te toque, aunque lo importante siempre es la hija y no la madre, pero a veces por desgracia van en el mismo lote, todo depende de la capacidad de aguante que tenga cada uno.
Y añadí:
—Sí, tío, tienes razón, yo no aguantaba ni a mi mujer, por eso me divorcié, así que imagina si hubiera tenido que soportar también a mi suegra .Y si te soy sincero, a veces no me aguanto ni a mí mismo, pero como no tengo más remedio que tragarme, me he acostumbrado. Ya son muchos años de dedicación solo a mi persona y durante veinticuatro horas al día. Es un trabajo a tiempo completo y como ya no soy un niño, creo que me he adaptado muy bien a la actividad. Me he convertido en auténtico especialista de mí mismo, algo que no todos consiguen, aunque lleguen a los cien años.
— ¡Estoy totalmente de acuerdo contigo, amigo!, respondió Leocadio, aunque creí adivina en la expresión de su gesto, un cierto toque de envidia por el beneficio que mi situación de soltero privilegiado libre de suegras me otorga, o por lo menos, eso me pareció a mí.
Fran Laviada