A veces también hay quienes se dedican a matar libros, como el asesino que actuaba en las librerías, que siempre fue un exigente lector y un crítico inflexible y cansado de los escritores pedantes que tan solo escribían libros confusos y aburridos, no tuvo más remedio que convertirse en un sicario de la palabra y se pasó al lado oscuro, para ser un criminal literario y poder llevar a cabo su venganza de tinta y fuego, dispuesto a eliminar del mundo editorial todos los títulos a los que les había cogido manía, aunque en algunos casos, se podría decir que odio.
A unos libros, los que más rechazo le producían, los mutiló, arrancándoles la mayoría de sus páginas. Otros, quizá los más extensos, se fueron directamente a la hoguera, para que el fuego redujera a cenizas tanto volumen vasto y soporífero.
Y también, armado con un bolígrafo (de esos que duran eternamente, porque no están fabricados en China), castigó a miles de hojas convertidas en víctimas de su venganza .Papel deshonrado con sus frases tachadas, ejecutadas como reos literarios con rayas de tinta roja e intensa. Palabras mutiladas, eliminando letras y acentos. Textos destrozados, que quedaron tejidos con frases sin sentido, pues el asesino metido a escritor dejó la huella de su acción, ejerciendo de terrorista cultural para escribir sobre el texto impreso sus anotaciones, dejando en ellas su firma con el sello indeleble de sus faltas ortográficas. En fin, una auténtica masacre que no dejó estantería a salvo de su labor ejecutora. Curiosamente, los ejemplares que se salvaron en la mayoría de los casos, fueron los que el autor del librocidio nunca leyó, es decir, libros en exceso cargantes, escritos por autores en verdad pretenciosos, precisamente los que más odiaba el criminal librero.
Fran Laviada