Saco la cabeza de la madriguera y me asomo con cierta precaución al mundo que me rodea, giro el cuello despacio, miro y lo que veo no me gusta nada.
Me tomo el asunto con calma (más que nada para que nadie diga luego, que me suelo precipitar) y de nuevo observo lo que aparece delante de mis ojos y sigue sin gustarme nada de nada, así que vuelvo al escondite, a mi seguro y confortable refugio subterráneo.
No es que sea feliz ahí, pero estoy tranquilo.
¿Qué más puede pedir un humilde e indefenso conejo?
Fran Laviada
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