Eugenio siempre pensó que le gustaría dejar a sus herederos la mejor de sus posesiones, una pequeña caja en la que había ido guardando toda la experiencia acumulada a lo largo de su vida, sin duda, algo que para el hombre tenía mucho más valor que el dinero, pero teniendo en cuenta lo materialistas que eran sus hijos, siempre se preguntaba:
¿Lo valorarán ellos?
Y lo malo es que se murió con la duda. Y mejor que fuera así, ya que sus codiciosos herederos no supieron apreciar en modo alguno la herencia que su padre les había dejado y maldijeron mil veces su memoria cuando se enteraron de que su progenitor había donado su enorme fortuna a varias organizaciones benéficas.
Fran Laviada