Cuando oí la noticia, comencé a dar saltos sin poder controlar mi desbordante alegría. Estaba escuchando la radio y me había tocado la lotería .
Esperé, devorado por la impaciencia, a que el tambor dejase de dar vueltas. Por fin, pude abrir la máquina, busqué como un loco, pero lo único que encontré fue una bolita de papel retorcido, que al intentar despegarlo se iba poco a poco desintegrando en mis manos. Del número premiado no quedaba ni el más insignificante rastro. Lamenté mi mala fortuna y sin poder controlar mi rabia, le pegué una fuerte patada a la vieja pero siempre eficaz máquina de lavar.
Mi vecino tuvo más suerte, juntos habíamos comprado el mismo número y él conservaba su billete intacto, pero para su desgracia, cuando fue a cobrarlo le dijeron que se trataba de una falsificación. Y solo con ver la cara que se le quedó al hombre, era suficiente, para que le entraran ganas de llorar a cualquiera que en ese momento mirase para mi pobre compañero.
Después de ver cómo se habían desarrollado los acontecimientos, sentí un alivio enorme y di las gracias a mi fiel lavadora por hacer añicos el billete falsificado. Al mismo tiempo, le pedí disculpas por mi injustificada agresión, con el deseo de que siguiera funcionando de manera tan eficaz, como lo venía haciendo desde hacía ya más de veinte años.
Fran Laviada