El psicólogo me tranquilizó cuando me indicó que lo mío no era grave (cuando le dije que me gustaba escribir) y que mis obsesiones no eran peligrosas. A él le sucedía lo mismo y, de hecho, la sesión de terapia acabó con el psicólogo tumbado en el diván contándome su vida y yo en su silla escuchándolo .
Y una vez que terminó de contarme sus problemas, hubo un nuevo intercambio de papeles y cada cual volvió a su lugar correspondiente. Y en cuanto a lo de escribir, el psicólogo me recomendó que siguiera haciéndolo, aunque existía la posibilidad de que nadie entendiera mis escritos, porque quizá no tengan sentido, o porque al prójimo no le interesan un carajo.
¿Y a mí me importa?
¡Pues la verdad, para ser claro, nada en absoluto, más bien diría que tres narices!
Y al psicólogo todavía le importa menos.
Fran Laviada