La vida de Horacio, a sus setenta y muchos años, estaba bendecida por una estupenda salud y por su gran pasión por dejar libres y desatados sus gustos musicales, por eso sus mejores momentos de regocijo transcurrían siempre entre los boleros barnizados de nostalgia y las alegres guarachas del bienestar presente y, aunque al hombre le encantaba escuchar música sin descanso, lo que de verdad le entusiasmaba era sin duda el:
Pero ya se sabe que nunca llueve (en este caso, sería mejor decir, suena) a gusto de todos y las estridencias rockeras no eran del agrado de su círculo de amigos, sobre todo porque ninguno de ellos podía disfrutar de las asombrosas y flexibles articulaciones de Horacio.
Y de todo ello se deduce, en especial, que a los amigos, más que no gustarles el Rock, lo que tenían era envidia de su colega cuando se transformaba en un desenfrenado bailarín de la tercera edad y al mismo tiempo movía sus dedos a una velocidad de vértigo mientras los deslizaba entre las cuerdas de su vetusta guitarra, que tenía casi tantos años como él.
Fran Laviada