El refugio del lector. El solitario inquilino del búnker (XVIII)
7 Mar, 2024
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Capítulo 1. EL COMIENZO


(Fragmento)


Texto adicional (parte final del capítulo)



Continuación...


(3)


…«inolvidables noches» (pág .

41), repletas de mujeres que nada más aparecer delante de mí provocaba que el pulso comenzara a acelerarse, (más bien, galopar), además de respirar con dificultad, (bien es cierto que el calor de la noche caribeña ejercía en ello una gran influencia) y quizá fuera de la impresión que me producía ver a toda aquella cantidad de hembras tan espectaculares, (¡qué carrocería, qué diseño, qué todo!) Y todas ellas delante de mí, provocaban que no llegara suficiente aire a mis pulmones para poder respirar con normalidad. Al mismo tiempo, la cabeza comenzaba a llenarse de todo tipo de pensamientos. La verdad es que a cuál más guarro, así era en aquellos momentos mi grado de alteración y calentura.


Me veía rodeado de auténticas preciosidades (y me quedo corto) cubanas, que hacían, sin ningún tipo de recato ni pudor, una verdadera exhibición de sus atributos físicos (de todos a la vez). 


Algo que no era necesario, pues la magnitud de su poder de atracción era demoledora, aunque se hubiesen quedado inmóviles como estatuas. La belleza femenina, cuando resulta tan evidente, es inútil intentar potenciarla, pues al hombre (en este caso yo, al igual que a otros acompañantes del género masculino que también disfrutaban de la noche capitalina cubana), ya lo tienen «comiendo de su mano», prácticamente sin casi proponérselo. Y claro, si con todo lo dicho no fuera suficiente, además llevaban la falda muy por encima de las rodillas (¡qué lejos se quedaban de la tela!), y la blusa iba siempre abierta, para dejar que se asomara el inicio de unos pechos que ya se intuían de una exuberancia portentosa. 



Evidentemente, la cortedad de la falda y el desabotonado de la blusa eran tácticas muy bien estudiadas, en este sentido, la improvisación podía quedar para otros momentos más íntimos (aunque, a partir de ciertas horas, ya nada podía causar sorpresa, pero para bien). Así, pues, los asombrados ojos del mirón (de nuevo yo y los colegas de juerga), seguían observando embobados cuando las muchachas se movían balanceando su cintura al más puro estilo caribeño, es decir, a ritmo de maraca, y eso era un arma definitiva para que uno se quedase absolutamente hipnotizado el resto de la noche (y el día siguiente, y el otro, y el otro…). Tanto, que si la mulata en cuestión, fuera mujer de malos sentimientos y al embobado de turno (el de siempre, otra vez yo), le hubiese pedido que desde los muros del Malecón se tirase de cabeza al agua, el «bobín» (diminutivo de bobo y el mismo una vez más, yo), lo habría hecho sin duda alguna. Claro está que el exceso de ron (del bueno, ¡qué sabor más «cojonudo»!), es evidente que habría ayudado mucho, pero bueno, las chicas eran muy buena gente y querían divertirse tanto como los hombres. Y eso fue lo que hicimos unos y otras, durante aquel tiempo inolvidable vivido en la maravillosa, afrodisíaca y caliente (en el amplio significado de cada palabra), Isla de Cuba.


Fueron unos días (por desgracia me pasaron volando), que estaba tan ensimismado por todo lo que me rodeaba (bellezas humanas, principalmente de color canela), que como ya dije antes, me hubiesen podido arrastrar al fondo del mar, o incluso llevarme de la mano al mismísimo infierno a tomarme una copa con Satanás.


¿Y el «gusano», cómo llevaba aquellas noches agitadas de juerga permanente y lujuria desbocada? 


Pues la verdad es que, muy bien, respondió admirablemente, sin doparse (¡ni Viagra, ni hostias!), como un buen deportista. Engordó cuando tuve que hacerlo, y se puso siempre firme (nunca «morcillón») cuando las exigencias del combate le obligaron a entrar en acción y a «bayoneta calada», respondiendo con la mayor rapidez posible para afrontar el combate, y cuando el General dio la orden de: ¡al ataque! La tropa respondió de inmediato: ¡Señor, sí, señor!, y con la máxima eficacia…


¡Y qué decir de la impresionante y espectacular Dámaris! Pechos turgentes y enormes, más bien «pechotes», en los que podías empezar metiendo el morro y acabar perdido en ellos. Era como si una fuerza enorme te succionase hacia el interior, y separados por un canalillo moreno y brillante, por el que se deslizaban perlitas de sudor cuando su cuerpo quemaba calorías sin parar, agitado por un demoledor e incesante juego de caderas, cuando estaban en su máxima potencia de movimiento. 


Y Diana, con aquellas soberbias nalgas que elevaban su culo a la categoría de obra de arte, ¡menuda criatura! O Yoely, tan cariñosa y mentirosa a la vez, que era capaz de convencer a cualquier hombre de ser un irresistible «guaperas», ¡qué bello eres, mi «amol»!, repetido hasta la saciedad (tanto que hasta te lo creías, ¡pobre ingenuo!, bueno, yo y cualquiera, por mucho que alguno fuera más feo que «Cuasimodo»). 


Y también la electrizante Gloria, que sin ser guapa, poseía el atractivo y la gracia suficiente para llevarte directamente al lugar con el que compartía nombre. 



Sin olvidarme de Mirta, que siempre llevaba vestidos ajustados y muy cortos, para dejar al descubierto, con estudiado descuido, sus bragas casi transparentes, que a mí me ponían más caliente que una pizza recién sacada del horno. Aunque en ese momento, lo que más me interesaba era que, «¡mi pizza!», no la de comer, hiciera el recorrido contrario, es decir, meterse en otro horno cuya seductora propietaria era la muy ardiente caribeña. 


Había otras chicas, cuyo nombre ya no recuerdo, aunque también me vienen a la memoria, ya que es imposible que me olvide de ellas, Virginia y Alina, que se ponían a bailar en cuanto sonaba la música, moviendo muy suavemente el cuerpo, las dos juntas, piel con piel, con sugerentes toqueteos, montando una especie de espectáculo de fina «bollería» cubana. Por supuesto, aparente, porque de lesbianas no tenían nada, ¡algo que puedo asegurar con rotundidad!, para poner bien cachondo al personal, como si estuvieran poseídas por los Dioses del Placer y el Bailoteo.


Y si con los pies en el suelo se movían como princesas, en la cama, lo hacían como auténticas reinas, de tal forma, que a mí me parecía estar viviendo en el paraíso.


Sin duda alguna y si hubiese podido, ¡me habría quedado allí para siempre!, hasta que me llegase la hora de abandonar mi existencia terrenal y, por supuesto, con el único deseo de que la inevitable partida se demorase muchos años. Mientras yo disfrutaba de aquella extraordinaria compañía que me mimaba como a un bebé, además de hacer caso a lo que alguna vez había oído, que decía, más o menos, que los hombres que son queridos, o como mínimo, acariciados por un gran número de mujeres, serán capaces de atravesar con más valentía y menos dolor el Valle de las Sombras. Si era cierto o no, ya era otra cuestión, pero yo quise creerlo así, y con más razón cuando me encontraba inmerso en aquella «Selva de Lujuria» con intenso aroma a hembra tropical.


Autor:Franjo Halvary


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"El solitario inquilino del búnker"

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