Cada cual inicia el día asomándose a la ventana de su existencia, y decide para donde quiere mirar y lo que quiere ver. Por regla general, los que viven en los pisos más altos, tienen menos posibilidades de ver lo que ocurre en la calle, aunque hay quienes disfrutan de una vista excepcional, y no tienen problemas para divisar lo que hay en la lejanía.
Unos lo hacen elevando sus ojos hacia el cielo, y lo ven azul, limpio y brillante, lleno de pájaros que silban alegres y vuelan libres, a su aire, sin que nadie les diga ni para donde han de ir, ni cómo deben de agitar sus alas .Hay otros, sin embargo, que prefieren inclinar la cabeza hacia abajo, para ver el negro asfalto salpicado de baches y socavones, y la calle llena de suciedad, con un incesante trasiego de gente, que guiada por la rutina se mueve entre la confusión y el desencanto, mientras que la falta de entendimiento actúa sorprendentemente de semáforo regulador del tráfico.
Arriba o abajo, cada uno es libre de elegir hacia dónde quiere dirigir su mirada. Siempre se puede cambiar el lugar elegido, si lo que se ve no es del agrado del que mira, lamentablemente para ellos, los hay que continuamente lo hacen siempre para el mismo lado, a pesar de que ven de forma permanente lo que en realidad no les gusta, y esto sucede una y otra vez, pero como dice el refrán, quien por su gusto corre, jamás se cansa.
Siempre podemos abrir una ventana para ver desde ella el mundo que nos rodea, pero la decisión de hacia dónde queremos hacerlo depende de cada ser humano y de las limitaciones de su campo de visión o de su decisión para dirigir sus ojos hacia un determinado lugar.
Fran Laviada