Manhattan. Nueva York (EE .UU.) 6-12-2001
Mi mujer me dejó sin un dólar. Confiaba tanto en ella, que jamás, ni en el peor de mis sueños, me podía haber imaginado, lo que aquella malnacida era capaz de hacer. Mi pecado fue el de la ingenuidad, que me transformó en un auténtico pardillo, y así me veo ahora, completamente arruinado, y lo peor, en la cárcel condenado por asesinato. La verdad es que se me fue la cabeza, no me pude controlar y descargué sobre ella, todas las balas de mi pistola, y si hubiera tenido a mano una ametralladora, habría hecho lo mismo, con tal de dejarla con más agujeros que un colador. Con todo esto, lo que quiero decir, es que no me arrepiento de nada, asumo mi culpa y cumpliré mi condena con toda la resignación que mi capacidad de aguante me permita.
Nunca consentí a nadie que se riese de mí, y mucho menos a ella. Alguien a quien rescaté de una vida miserable en la más absoluta pobreza y que, gracias a todo lo que yo le di, pudo llevar una existencia de lujo, de despilfarro continuo que yo le permitía, para que no se privase ni de los caprichos más extravagantes. Además, mi buen nombre, a modo de salvoconducto, permitió que se pudiera codear con la flor y nata de la sociedad. Algo que a ella, sin lugar a dudas, la volvía loca, acostumbrada, como había estado, gran parte de su vida, a convivir tan solo con gente humilde, que nada podía aportar a su desmesurado afán de notoriedad.
Quizás, con una buena dosis de tranquilidad, una profunda reflexión, y bastante tiempo, podría haberla perdonado. Pero encima de todo lo que me había hecho, y al sentirme tan engañado y pedirle explicaciones, en vez de mostrar un mínimo arrepentimiento, no se le ocurrió otra cosa que echar más leña al fuego, mientras que, a carcajadas, me decía que era un idiota. Y no conforme con ello, siguió añadiendo otra serie de insultos de todo tipo, algo que al final, desató en mí una furia incontrolada, que me llevó a mandarla para el otro barrio. A lo que también se sumó un deseo insaciable de borrar de la faz de la tierra, aquella imagen burlona que se estaba cachondeando de mí, haciendo que me sintiera como una auténtica atracción de feria.
Y así fue como me quedé viudo.
Ella siempre me decía:
¡Querido, hay muchas cosas de mí que desconoces!
Yo sonreía sin decirle nada, pero pensaba:
¡Y yo espero querida, que nunca tengas que ver, lo que yo soy capaz de hacer!
Continuará...
Fran Laviada
Esta historia está incluida en el libro “Liliputiense Negro”. Puedes descubrir aquí más información sobre su contenido.