La ciudad era una auténtica anarquía. Las calles estaban llenas de gente corriendo de un lado para otro, automóviles pitando, sirenas sonando, y todo rodeado con un asfixiante envoltorio de una implacable contaminación .El sol iluminaba con intensidad el cielo y el calor era sofocante. Me detuve en la esquina y cerré los ojos por un momento, tratando de recuperar el aliento.
En aquel instante, pensé en mi querida abuela, en su voz suave y cálida, en sus manos arrugadas pero fuertes. Recordé cómo me contaba historias mientras me acurrucaba en su regazo, también me enseñó a cocinar algunas sabrosas recetas, pero sobre todo lo que aprendí de ella fue a saber cuidar de mí mismo, pero eso sí, estaba de forma permanente estaba ahí cuando la necesitaba, aunque no siempre la valoré lo suficiente, algo que a los seres humanos nos sucede con mucha frecuencia con nuestros seres más queridos.
De repente, un grupo de jóvenes pasó corriendo por la acera estrecha en la que me encontraba empujándome hacia un lado. Me enfureció su falta de respeto y su indiferencia hacia el prójimo, pues ni tan siquiera se disculparon, Pero luego pensé que su único pecado era la juventud, así que me acordé de la mía y quizá yo habría hecho lo mismo en su momento, e incluso cosas peores. Y es en ese instante cuando uno se acuerda de los errores cometidos cuando eres un becario de la existencia. También me vino a la cabeza la época añorada de mis veinte años, cuando me sentía pletórico, invencible e incluso inmortal, hasta ahí llegaba mi nivel de gilipollez en aquellos tiempos.
Seguí caminando después del pequeño percance. La música demasiado estridente de una tienda llamó mi atención, sin duda, me sonaba muy conocida. Me detuve por un momento, escuchando la letra de la canción. Me hizo pensar en mis relaciones pasadas, en amores extraviados, y en otros desaprovechados. ¡Amigo, ya es tarde para lamentarse de las oportunidades perdidas!, eso fue lo primero que afloró en mi pensamiento. Y me pregunté si alguna vez encontraría a alguien que me hiciera abandonar mi soledad sentimental, aunque luego lo pensé mejor y llegué a la misma conclusión de siempre. Ejercer de individuo solitario, me aporta una tranquilidad inmensa, que actúa como un bálsamo implacable para mantener mi buena salud física y emocional. ¿Qué más puede pedir un ser humano normal?
Seguí caminando y atravesé una calle angosta y un poco oscura. Las sombras de los edificios me daban algo de alivio para que el sol abrasador no calentara mi coco en exceso. De repente, me detuve en seco. Vi a alguien que no había visto en años, aunque ella no me vio a mí. Era mi exmujer, iba muy acaramelada con su nueva pareja. He de reconocer que por un momento me fastidió verla tan feliz con alguien que no era yo, pero también pensé que ese era un pensamiento muy egoísta por mi parte, así que traté de olvidar lo más pronto posible lo que había visto y continué mi ruta, sabía que tenía que seguir adelante.
Mientras caminaba, iba pensando en mi vida, en mis sueños, en mis miedos y en todo aquello que me quedaba por hacer, el pasado era algo inexistente. La ciudad seguía siendo un caos, pero en mi mente, todo estaba más claro, creo que el ejercicio me había aclarado bastante las ideas. Sabía que tenía que tomar el control de mi vida, ya que en los últimos tiempos reinó cierto descontrol en mi existencia y en algunos momentos, el miedo me atenazó de forma exagerada y dañina. Me di cuenta de que tenía que ser más valiente y también mucho más fuerte
Llegué a casa, cansado pero satisfecho. Me senté en mi sillón, cerré los ojos y respiré profundo. Sabía que me quedaba mucho por hacer en la vida, y también era consciente que ya estaba listo para enfrentarme a mis bloqueos existenciales. Y me di cuenta, a pesar de todo lo negativo que a una persona le pueda suceder, que lograr respirar cada día es algo que no tiene precio y yo estaba decidido a seguir haciéndolo por mucho tiempo.
Fran Laviada