Estaba hablando mi amigo Mel McGinnis. Mel McGinnis es cardiólogo, y eso le da a veces derecho a hacerlo. Estábamos los cuatro sentados a la mesa de la cocina de su casa, bebiendo ginebra .
El sol, que entraba por el ventanal de detrás del fregadero, inundaba la cocina. Estábamos Mel y yo y su segunda mujer, Teresa —la llamábamos Terri— y Laura, mi mujer. Entonces vivíamos en Alburquerque. Pero todos éramos de otra parte. Había un cubo con hielo encima de la mesa. La ginebra y la tónica circulaban sin parar, y surgió no sé cómo el tema del amor. Mel opinaba que el verdadero amor no era otra cosa que el amor espiritual. Dijo que se había pasado cinco años en un seminario antes de salirse para estudiar medicina. Dijo que aún recordaba aquellos años del seminario como los más importantes de su vida. Terri dijo que el hombre con quien vivía antes de vivir con Mel la quería tanto que había intentado matarla. Luego continuó: —Una noche me dio una paliza. Me arrastró por toda la sala tirando de mis tobillos. Y me decía una y otra vez: «Te quiero, te quiero, zorra.» Y mi cabeza no paraba de golpear contra las cosas. —Terri nos miró—. ¿Qué se puede hacer con un amor así? Era una mujer de huesos finos y cara bonita, ojos oscuros y una melena castaña que le caía por la espalda. Le gustaban los collares de turquesas y los pendientes largos. —Dios mío, no seas boba. Eso no es amor, y tú lo sabes —dijo Mel—. No sé cómo podríamos llamarlo, pero estoy seguro de que no debemos llamarlo amor. —Tú dirás lo que quieras, pero sé que era amor —protestó Terri—. Puede sonarte a disparate, pero es verdad. La gente es diferente, Mel. Algunas veces actuaba como un loco, es cierto. Lo admito. Pero me amaba. A su modo, quizá, pero me amaba. En todo aquello había amor, Mel. No digas que no. Mel suspiró. Levantó el vaso y se volvió a Laura y a mí. —Me amenazó con matarme —dijo. Apuró el vaso y alargó la mano hacia la botella de ginebra—. Terri es una romántica. Terri es de la escuela de dame una patada-y-así- sabré-que-me amas. Terri, cariño, no pongas esa cara. —Mel alargó la mano por encima de la mesa y tocó la mejilla de Terri con los dedos. Y le sonrió. —Ahora quiere arreglarlo —dijo Terri. —¿Arreglar qué? —saltó Mel—. ¿Qué es lo que tengo que arreglar? Yo sé lo que sé. Eso es todo. —De todas formas, ¿cómo nos hemos puesto a hablar de esto? —Terri levantó el vaso, bebió y añadió—: Mel siempre tiene metido el amor en la cabeza. ¿No es verdad, cariño? —sonrió. Pensé que el tema iba a quedar zanjado. —Yo no llamaría amor al comportamiento de Ed. Eso es lo único que he dicho, cariño —puntualizó Mel—. ¿Y qué opináis vosotros? —Mel se dirigía a Laura y a mí— ¿Os parece que eso es amor? —No soy la persona más apropiada para responder —respondí yo—. Ni siquiera conocí a ese Ed. Sólo lo he oído mencionar de pasada. No me atrevo a juzgarle. Tendría que conocer los detalles. Pero creo que lo que estás diciendo es que el amor es un absoluto. Mel aclaró: —Lo es el tipo de amor al que me refiero. El tipo de amor al que me refiero no te lleva a intentar matar gente. Laura intervino: —Yo no sé nada de Ed ni de la situación. Pero ¿quién puede juzgar la situación de otro? Toqué el dorso de la mano de Laura. Me envió una rápida sonrisa. Le cogí la mano. Estaba cálida: las uñas pulidas: una perfecta manicura. Rodeé su ancha muñeca con los dedos, y la abracé. 2 —Cuando me fui, se tomó un matarratas —explicó Terri. Se apretó los brazos con las manos—. Lo llevaron al hospital de Santa Fe. Vivíamos allí entonces, a unas diez millas. Le salvaron la vida. Pero se le enloquecieron las encías. Quiero decir que era como si se le separaran de los dientes. Desde entonces, los dientes le sobresalían, como colmillos. Dios mío —suspiró Terri. Aguardó unos instantes; luego se soltó los brazos y cogió el vaso. —¡Qué cosas llega a hacer la gente! —exclamó Laura. —Ahora está fuera de juego —dijo Mel—. Murió. Mel me pasó el plato de limas. Cogí un trozo. Lo exprimí en mi vaso y removí los cubitos con los dedos. —Es más grave que eso —dijo Terri—. Se pegó un tiro en la boca. Pero tampoco le salió bien. Pobre Ed. —Sacudió la cabeza. —Ni pobre Ed ni nada —dijo Mel—. Era peligroso. Mel tenía cuarenta y cinco años. Era alto y ágil y tenía el pelo rizado y suave. Cara y brazos bronceados por el tenis. Cuando estaba sobrio, sus gestos, sus movimientos, eran precisos, en extremo cuidadosos. —Pero me amaba, Mel. Concédeme eso —insistió Terri—. Es lo único que te pido. No me amaba de la forma que tú me amas. No estoy diciendo eso. Pero me amaba. Podrás concederme eso, ¿no? —¿Qué quieres decir con que no le salió bien? —pregunté. Laura se inclinó hacia delante con el vaso. Apoyó los codos sobre la mesa y sostuvo el vaso con ambas manos. Miró a Mel y luego a Terri, y aguardó con expresión de perplejidad en su cara franca, como si se asombrara de que tales cosas les pudieran suceder a los amigos. —¿Cómo dices que le salió mal si se mató? —inquirí. —Te lo contaré yo —dijo Mel—. Cogió su pistola del veintidós, la que se había comprado para amenazarnos a Terri y a mí. Hablo en serio, ese hombre siempre estaba amenazándonos. Deberías haber visto el tipo de vida que llevábamos entonces. Éramos como fugitivos. Hasta yo me compré una pistola. ¿Podéis creerlo? ¡Un tipo como yo! Pero lo hice. Me la compré para defenderme, y la llevaba en la guantera. A veces tenía que salir del apartamento en mitad de la noche. Para ir al hospital, ya sabéis. Terri y yo no nos habíamos casado todavía, y mi primera mujer se había quedado con la casa y los chicos, con el perro, con todo, y Terri y yo vivíamos en este apartamento. A veces, como digo, me llamaban en mitad de la noche y tenía que ir al hospital a las dos o las tres de la madrugada. El aparcamiento estaba completamente oscuro, y antes de llegar al coche me ponía a sudar. Nunca sabía si iba a salir de unos arbustos o de detrás de un coche y empezar a dispararme. Quiero decir que ese hombre estaba loco. Era capaz de ponerte una bomba, de cualquier cosa. Llamaba al servicio médico a todas horas, y decía que necesitaba hablar con el doctor, y cuando me ponía al aparato me decía: «Hijo de perra, tus días están contados.» Y nimiedades por el estilo. Era algo que daba miedo, creedme. —A mí me sigue dando lástima —confesó Terri. —Parece una pesadilla —dijo Laura—. ¿Pero qué sucedió exactamente después de que se pegara el tiro? Laura es secretaria jurídica. Nos habíamos conocido en el campo profesional. Y antes de que nos diéramos cuenta éramos novios. Tiene treinta y cinco años, tres menos que yo. Además de estar enamorados, nos gustamos y disfrutamos de nuestra mutua compañía. Es una mujer con la que es fácil llevarse bien. —¿Qué sucedió? —insistió Laura. Mel explicó: —Se pegó un tiro en la boca, en su cuarto. Alguien oyó el disparo y avisó al gerente. Entraron con una llave maestra y vieron lo que pasaba y llamaron una ambulancia. Coincidió que yo estaba allí cuando lo llevaron, pero su estado era irreversible. Vivió tres días. La cabeza se le hinchó, se le puso de tamaño doble al de una cabeza normal. Nunca había visto nada semejante, y espero no volver a verlo. Terri, al enterarse, quiso ir al hospital para estar con él. Reñimos por culpa de eso. Yo opinaba que no debía verlo en aquel estado. Pensaba que no debía verlo, y sigo pensando lo mismo.