El amor está sobrevalorado. Sí, para las pocas muestras que recibimos, claramente está sobrevalorado .
Supongo que todo empezó aquel día en que nos juramos "juntos hasta la muerte." Dios sabe que te lo tomaste muy en serio. Con aquel anillo en mi anular también enroscaste mis muñecas a tus grilletes. Rebajé mi felicidad para anteponer la tuya y mi fuerza se rindió a la república independiente de tu violencia. Aquella fuerza con la que podría haber luchado se separó de mi amor propio. Tuve miedo. Miedo de ti. No supe dónde dejaste aquel discurso de amor que me prometiste la primera vez que besaste mis ojos con tu prosa. En alguna estantería tal vez, abandonado bajo el polvo que dejó sin limpiar tu palabrería barata. Quise decirte basta tantas veces; que me hacías daño, que no reconocía al hombre que alguna vez fuiste. Pero mi cuerpo no hubiera podido con tu tamaño y mi fuerza no hubiera parado tus puños. Me he sentido tan diminuta a tu lado, tan herida, perdida y llena de rasguños que disimulaba maquillados... ¿Me has querido alguna vez?, me he preguntado centenares de ocasiones. Pero a veces dejabas de hacer la guerra conmigo para hacer el amor, o esa es la intención que yo ponía; y entonces creía firmemente en que cambiarías. Que serías aquella persona que se presentó ante mí, para conquistarme; dulce, atento y amable. Pero quizá simplemente me tocabas como a un objeto, y me mirabas lascivo para permitirte al deseo caprichoso. Mi corazón portaba lleno de tus deudas emocionales; yo esperaba siempre de ti, ¡maldito moroso!¿Que cuál fue mi excusa? Mi excusa para no correr lo más lejos posible de ti, siempre fue el miedo a saber que podrías encontrarme. Siempre creía que no habría lugar alguno a donde escaparme; que no podía huir y dejar a todo mi entorno de lado. Eras tú quien debía permitirme libre, o simplemente a salvo. Pero contigo, nunca estuve a salvo. Y de nuevo, repito, había momentos en los que creía estarlo. Como cuando tuvimos a nuestro primer hijo, ¿recuerdas? Parir a Carlos me dolió mucho menos de lo que ya me habían dolido tus agresiones. Él era mi luz. Aquella luz que anhelé ver en mi camino cada vez que tú eras mi oscuridad; y de pronto, todo ese fulgor lo tenía en mis manos. Qué feliz fui, entonces.
Cuando creció lo suficiente como para no tenerlo siempre al cuidado de mis brazos, regresó el monstruo que creí que desapareció de ti. Pero el monstruo fuiste siempre tú; y tus buenos modales solo eran parte del encantamiento que hacías y deshacías sobre aquella máscara que fue tu sonrisa. Todo ocurría siempre a tu antojo.
Eres montaña rusa, altibajo, tormenta de ninguna musa, el rojo fuego en mis mejillas, eres una mentira, intruso en mi cuerpo, y de mi sangre la afección del anticuerpo, látigo bajo mis senos: sí, taquicardia, de mi libertad el dueño y el guardia, mordaza de mi boca y la cuerda sobre mi cuello que me ahoga y me sofoca. Eres siempre, cariño, la razón de mis ganas por morirme. Aunque irónicamente ya me tuviste muerta en vida.
Dos años después de nuestro pequeño, llegó Amalia. Ellos; mis dos niños; mis dos tesoros. Eran mi fuerza, mi motivación y mi par de razones para aguantarlo todo. ¿Dónde iba a ir yo huyendo de ti, si ellos necesitaban a su figura paterna? ¿Qué diría la gente que creía que éramos felices, solo por vernos disfrazados por la calle? No podía. No podía dejarte; dejarnos. No sentí que pudiera valerme sola. Y juro que temí que un día mis hijos me reprochasen por qué dejé a su padre; que no me comprendieran, que no supieran perdonarme. Así que, seguí adelante, con todo lo que suponía permanecer bajo aquellas cuerdas de títere.
Pero un día cualquiera, me dejaste sola en casa. Desconsolada. Me gritaste que no servía para nada, y yo fui tan torpe, que siempre te creía. Y allí estaba yo, frente al espejo roto con mi labio partido contra aquel reflejo. Con mis manos manchadas de sangre. Mi pelo alborotado por tus manos cabreadas por cualquier pretexto para herirme como siempre, y con mi ropa destrozada; pero nunca tanto como mi mente. Esta, desde ti, siempre estuvo destrozada e impedida emocionalmente por completo, hasta decir basta.
Y dije basta. E hijos, espero que algún día me perdonéis. El dolor me absorbió y solo pude pensar en que parara. Quería que todo parara. Estuve inundada por mis propias lágrimas, y las heridas escocían, y mi piel proclamaba piedad, y mi cordura nunca gritó más fuerte que mi enajenación frente a aquel dolor.
Ojalá no tengáis que huir nunca de nada, pero si tenéis que hacerlo, por favor, huid como yo no supe.
Puede que os observe ahora y me arrepienta de tanto, porque quizá sí lo pude haber hecho mejor; quizá todo aquello lo pude cambiar. Pero, mis niños, entonces yo no pensé en vosotros, no pude pensar en nada, solo en lo que él me había gritado durante tantos años: que no servía para nada; que era una estúpida; que era todo siempre mi culpa. Y en algo tenía razón: era una estúpida; pues le creí.
Quise gritar auxilio, y grité a solas, pero nadie pareció oírme, como nadie oyó todos los golpes con los que me noqueaba durante todo aquel tiempo que fui presa de su cobardía. Quise correr rápido sin mirar atrás y huir hacia ninguna parte. Pero me sentía perdida y rota, muy rota. Así que simplemente cogí temblorosa alguna sucia cuchilla, mis rodillas se precipitaban con arrojo contra el suelo lleno de todos los coleccionables de mis penas. Y no supe hacer otra cosa para parar con todo aquel desastre, ni para parar con mis gritos medrosos, que perfilarme las venas con aquella maldita cuchilla.
Estoy muerta. Ya no puedes hacerme nada. Pero tampoco yo puedo hacer nada.Supongo que todo empezó aquel día en que nos juramos "juntos hasta la muerte." Dios sabe que te lo tomaste muy en serio.