La recién estrenada miniserie de Ryan Murphy en Netflix, revaloriza el legado del hombre que “puso en el mapa a la moda de los Estados Unidos” con un estilo a la vez práctico y sofisticado. Vistió a Jackie Kennedy y las mujeres de la alta sociedad lo amaron .Amigo de Liza Minelli, Liz Taylor, Warhol y Capote, captó la esencia creativa de los años setenta, pero terminó hundiéndose por sus excesosDesde el mural de Andy Warhol que reinaba en uno de los cuartos con vista al enorme living gris de la mansión de Halston en el Upper East Side de Manhattan, nueve Jackies con sus nueve tocados pillbox observaban a los invitados elegidos para seguir la fiesta cuando las noches de Studio 54 no alcanzaban.
El genio del pop art le había regalado a su amigo uno de los cuadros de la serie en la que retrató a la viuda de Kennedy durante el atentado de Dallas. En la imagen aún se la veía sonriente y con el sombrero rosa que luego se perdería entre el hospital donde murió su marido y la Casa Blanca. El diseño era de Chanel, pero daba igual, Roy Halston Frowick sabía que cada vez que la primera dama lucía aquel ícono del sueño americano, la referencia obligada era él.
El mismo era una encarnación del sueño que aquella tarde fatídica pareció perderse junto con el tocado de Jackie en Dallas. Nacido en Des Moines, Iowa, y criado en Indiana por una madre que adoraba hasta la desesperación y un padre abusivo del que escapó en cuanto pudo, Halston comenzó como sombrerero en la Chicago de los cincuenta, a donde llegó para estudiar a los 20 años. Duró poco en la Universidad, pero le sirvió para saber que tenía un talento especial para el dibujo. Ya despuntaba en los círculos locales y había logrado abrir su propia boutique en la Magnificent Mile –la Quinta Avenida de la ciudad de los vientos–, cuando se mudó a Nueva York, en 1958.
Manhattan amó inmediatamente a aquel Rock Hudson de la moda: alto, espléndido, de dicción esforzada y vocabulario impecable, siempre con un cigarrillo en la mano y detrás de anteojos de sol que eran casi la fachada de un pasado que prefería enterrar junto con su primer nombre y su apellido. Desde entonces sería “Simplemente Halston”, como el slogan que popularizaría con el tiempo en sus anuncios.
En menos de un año, pasó de vidrierista a diseñador en jefe de la sección de sombreros de los grandes almacenes Bergdorf Goodman, el oasis del consumo snob de la época.
Entre ellas, Jacqueline Kennedy, que a fines de 1960, le hizo el pedido que cambiaría su destino: la futura primera dama quería uno de sus tocados para la ceremonia inaugural de la presidencia. Consciente de su oportunidad histórica, Halston supo que ese día todos estarían pendientes de lo que dijera el presidente, pero también de lo que vistiera Jackie.
El nombre del modelo, que en castellano significa “pastillero”, también sería un símbolo del hedonismo que terminó por ser su perdición, y que en la recién estrenada serie biográfica de Ryan Murphy –basada en el libro Simply Halston: The untold story (1991), de Steven Gaines– se glamouriza al infinito.
Eran también pillbox los que su asistente Sassy Johnson rellenaba con cocaína cada semana en su atelier vidriado de la Olympic Tower, como parte de las atenciones con las que recibía a clientas, artistas y celebridades en medio de una fantasía blanca en donde jamás faltaban las orquídeas.
“¡Son parte de mi proceso creativo!”, vocifera Ewan McGregor, que interpreta al primer gran diseñador americano en la miniserie de Netflix sobre su ascenso y caída. En la escena, ya en medio de la decadencia y conminado a ponerle punto final a su despilfarro, alguien osa sugerirle que prescinda del costoso hábito de vivir rodeado de esas flores tropicales. Pero era tan cierto que eran parte de su esencia, que hasta Vogue definió al legado de Halston como “suntuosamente minimalista, igual que sus amadas orquídeas”.
Halston redefinió la elegancia estadounidense con un espíritu sexy que hasta entonces parecía estar reservado a la moda europea. Como Jackie, era una prueba de que la clásica practicidad del american way también podía ser refinada.
Sin adornos innecesarios y en una paleta de colores neutros dominada por el negro, el rojo y el marfil, la atención estaba puesta en la nobleza de las texturas que destacaban la morfología de las prendas, y sobre todo, de las mujeres que las llevaban. El batik en vestidos de manga murciélago cortados al bies, el cuello halter del que se apropió hasta convertirlo en su sinónimo, las referencias disco, los tops con pantalones fluidos y los tacos con trajes de inspiración masculina –como una versión gángster de Yves Saint-Laurent, a quien lo unía una amistosa rivalidad–, marcaron el estilo cómodo y atemporal con el que cumplió su ambición de vestir a todas las americanas.
La leyenda dice que pasó dos años buscando la caída exacta para un suéter de cashmere. Esa obsesión por los detalles mínimos que le dio su oficio de sombrerero, lo convirtió en un pionero en el uso del Ultrasuede, un género similar a la gamuza pero resistente al agua y lavable, con el que creó los vestidos camiseros que fueron su sello y de los que ninguna mujer que quisiera estar a la moda en los años setenta podía prescindir.
“Me hice muy famoso muy rápidamente”, dice en una entrevista que recoge el documental Halston (2019), de Frédéric Tcheng.
Su amistad con Andy Warhol, que consideraba a sus desfiles “la forma de arte de los setenta”, no fue una casualidad. El mismo era un cuidado producto del marketing de moda que puso el acento en el nombre de las etiquetas. Enfundado en un uniforme diario de poleras negras y pantalones marineros, que cambiaba de noche por impecables smokings con bufandas de seda blancas, plasmaba en aquellos vestidos tan sensuales como fáciles de llevar la libertad sexual de una época ajena al sida que acabaría con su vida en 1990.
Las diosas de esa revolución se rindieron a sus pies: Elizabeth Taylor, Margaux Hemingway, las top Pat Cleveland –a quien descubrió a los 19 años en el metro neoyorquino–, Alva Chinn y Karen Bjorsen, Anjelica Huston, Bianca Jagger, Iman, Marisa Berenson y su entrañable amiga Liza Minnelli (que en la serie dirigida por Daniel Minahan tiene un rol coprotagónico, de la mano de Krysta Rodriguez), se declaraban fans de aquel look radiante y simple, y seguían a su creador por Manhattan en sus giras de fiestas y excesos que casi siempre arrancaban en el mítico nightclub de Broadway y terminaban en su casa.
Halston, Loulou de la Falaise, Potassa,Yves St Laurent y Nan Kempner en la fiesta de Opium en el Studio 54 de nueva York el 20 de septiembre de 1978. (Photo by Sonia Moskowitz/Getty Images)Halston, Loulou de la Falaise, Potassa,Yves St Laurent y Nan Kempner en la fiesta de Opium en el Studio 54 de nueva York el 20 de septiembre de 1978. (Photo by Sonia Moskowitz/Getty Images)Su reino era el de la extravagancia y la psicodelia, donde la ex de Mick Jagger podía aparecer en la pista semidesnuda y montada en un caballo blanco, y Minelli bailaba con Baryshnikov en leggings metálicos y vestidito de seda –todo by Halston–, para imponer el dress code de la era disco. Con Halston y sus “halstonettes”, todo parecía posible: el glamour desbordado de Hollywood y la sofisticación elitista de Nueva York.
La dupla inseparable y rutilante que formaron con Minelli, quien lo quiso como a su “protector, confidente y hermano mayor”, fue una síntesis de esa fórmula y también de la extraordinaria capacidad de Halston para comprender a las mujeres y “hacerlas sentir glamorosas”.
Según le cuenta a Tcheng en Halston: “Recuerdo que cuando lo conocí hablamos y nos escuchamos. Me dijo: ‘Lo tengo’. Y me puso un vestido que era como si bailara conmigo. ¡Su ropa bailaba con una!”.
Halston junto a su íntima amiga Liz Taylor en el cumpleaños de la actriz en Studio 54 en marzo de 1978 (Photo by Sonia Moskowitz/Getty Images)Cuando, en 1978, Halston inauguró su showroom de la Olympic Tower, la artista –que tuvo una reunión privada con McGregor antes de que empezara la filmación para asegurarse de que la memoria de su mejor amigo estuviera en buenas manos– cerró las pasadas con una versión de New York, New York que terminó entregándole una rosa a Liz Taylor, que aplaudía en primera fila. En la cima de su carrera y de la espectacular torre de Onassis, el diseñador tenía por musas y amigas a las mujeres más brillantes de la década y las había hecho parte de sus coreográficas apariciones en Studio 54 y galas benéficas como la del Met. Cada salida era en sí misma una acción promocional: había entendido antes que nadie que la moda también era entretenimiento y espectáculo.
Halston y Warhol adoraron con igual pasión al taxi boy venezolano Víctor Hugo, no solo por su porte latino y su fama de bien dotado, sino porque, al decir de quienes lo conocieron: “Podía hacer con uno lo que le diera la gana”. ¿Cómo no iban a fascinarse con él dos hombres como ellos, acostumbrados a ser reverenciados y dar órdenes? Víctor Hugo protagonizó muchos de los desnudos de Warhol, y su orina –que según él “elevaba su obra”– contribuyó a muchas de sus pinturas de oxidación. El diseñador conoció al caraqueño en 1972, en el clímax de su éxito, y estuvo con él durante más de una década: la de la caída épica que lo llevó a ser despedido por su propia marca.
Eran los tiempos en que Halston solía pedir delivery de bife y papas a su restaurante favorito mientras llamaba a jóvenes escorts. Eula había bautizado a esa práctica “dial-a-steak, dial-a-dick” (cuya traducción más elegante y actual podría ser “0800-bife, 0800-chongo”). Victor llegó una noche junto con el bife, y con 24 años le cambió la vida.
¿El amor entre ellos fue real? Su biógrafo, Gaines –que tuvo que pagarle al caraqueño US$10.000 dólares para entrevistarlo, convencido de que su fuente se los iba a gastar en cocaína– cree que sí, o al menos que fue “una forma de amor”. “No fue un amor romántico, dulce, ni cuidadoso. Victor le robaba los cuadros de Warhol y los candelabros de Peretti de la casa cuando se estaba muriendo. Hubo que cambiar la cerradura. Pero a Halston le gustaba tener cerca a alguien tan vulgar, de alguna manera mostraba su lado oculto. Y los dos eran muy sexuales”, escribe.
Bajo la tremenda presión de una marca que se expandía cada vez más, con perfumes, valijas, carteras, lencería, ropa de hombre, muebles, autos, uniformes para líneas aéreas, el del equipo olímpico del 76, y hasta un maquillaje color arena que se llamó “bronceado Halston”, el diseñador acomodó sus horas de oficina para seguir el tren de las largas noches de orgías post Studio 54 en su casa, donde el fotógrafo era siempre Warhol y Victor estaba a cargo del menú, a base de caviar, champagne, taxi boys y cocaína.
En el duplex de 700 m2 en la calle 63 del Upper East Side, obra del arquitecto brutalista Paul Rudolph y un espacio de lujoso minimalismo gris donde el color lo ponían los invitados, los sillones estaban tapizados en Ultrasuede que el mayordomo se empeñaba en limpiar al día siguiente de cada fiesta. El hombre dejaría una frase para la posteridad: “Me ordenaban cocinar todo el día y después nadie tocaba la comida, porque no salían del baño”.
La escena fue real, aunque está lejos del “cocaine chic” que muestra la serie: ya enfermo, Halston llamó a un servicio para que le arreglara el teléfono porque no escuchaba bien y, cuando desenroscaron el auricular, descubrieron que el problema era que estaba tapado de cocaína. Cada vez más megalómano en su obsesión por vestir a América, en 1973 había vendido su marca a Norton Simon, aunque conservó el puesto de director creativo.
Su final fue mucho menos estético del que le dio Ryan Murphy. Después de ser diagnosticado con HIV en 1988, Halston quiso desaparecer de la escena pública. Se mudó a San Francisco para escapar de Victor y poder estar más cerca de su familia, de la que se había distanciado por décadas. Murió dos años más tarde, a los 57, por las complicaciones del HIV y un cáncer de pulmón.