Existen diferentes niveles de placer.
No deben ser comparables;
cada cual tiene su momento preciso para ser vivido,
o devorado, sin cubiertos ni mantel.
Dos cuerpos en armonía, después del sexo.
Un beso con mordisco.
Desayunar pizza.
El amor frente a la Torre de Pisa.
Un viaje a París.
O simplemente reír y beber
cerveza americana, y por supuesto, fría.
Una noche de hotel.
O los abrazos de invierno.
Un plan de sofá, manta, peli,
y modo colacao.
El olor a lluvia.
El olor a libro.
Un poema de Brautigan.
Cualquier sitio, cualquier cosa,
pero en buena compañía,
mientras los malos sabores del telediario, mitigan.
El tiempo pasa.
Y solo se oyen quejas.
Nos abrazamos a las penas,
y dejamos correr más tiempo.
Hay tanto que hacer...
tanto que vivir, que descubrir.
Sin embargo hibernamos
en nuestro estado emocional
más nefasto, y lo peor de todo, es que,
la mayoría de veces, son absurdos.
Si la cerilla prende el fuego,
nosotros ardemos con él.
Nos educaron para quemarnos los dedos
cuando agarramos a la vida; esta, nos mete miedo.
Hay que aprender a atravesar ese fuego,
arriesgarse, y conocer que realmente la felicidad, como la tristeza,
está en cualquier parte.
De todas formas, tienes razón, la felicidad se puede encontrar en cualquier sitio y momento al igual que la tristeza.
Solo que hay que estar dispuesto a encontrar la primera y vivir feliz pese a la segunda.