Me subí en el taxi torpemente, enganchándome con todo. Tutú de plumas con la puerta, corsé con el cinturón de seguridad, tacones de plataforma con la alfombrilla del coche .
Sin embargo, pronto, demasiado pronto, esas caricias pasaron a ser íntimas, una intimidad que se suponía privada pero que era pública. Nunca vista tampoco en películas, ya que ahí era real, con personas que se sentían cercanas pero a la vez lejanas, al no conocerlas.
En ese momento, mi amiga y yo empezamos a sentirnos incómodas, como unas voyeurs nunca realmente invitadas, sin ser parte de lo que ocurría porque lo contemplábamos desde la distancia, incapaces de dar el paso de ser «parte de».
Si alguna persona nos hizo una seña para unirnos, la pasamos por alto. Habíamos bebido demasiado para darnos cuenta, así que, para nosotras, nuestra desaparición fue imperceptible o quizá no.
Así que, cuando mi torpeza se enganchó en el taxi pensé que todo había terminado en un patético y previsible desenlace de deseos y/o fantasías incompletas. Sin más.
Estando en el asiento trasero de aquel coche cálido y «seguro» no sentí que su pregunta estuviera fuera de lugar:
–Guau, debes de haber estado en una fiesta divertidísima por lo guapa que vas.
Ese viaje que se suponía anodino, anónimo, tenía ahora una perspectiva diferente. Ni me había dado cuenta de que dejé el abrigo en el asiento y mi ahora descolocado dresscode contaba su propia historia en la imaginación de mi conductor.
Por primera vez, le miré a través del retrovisor para encontrar los excitados ojos de un atractivo espectador.
–¿Quieres que te lo cuente? –no espero su respuesta, comienzo el relato de lo que podía haber sido. ¿Por qué la realidad siempre tiene que ser real?
«La fiesta estaba llena de color, de brillo, de curvas. Las luces no eran tan tenues como esperarías, en ese lugar no hacía falta oscurecer la vergüenza por inexistente. El sexo se sentía sin estar presente, aún».
Los ojos atravesando el espejo del coche, con una mirada ya endurecida, como imagino su polla, me instan a un momento de prudencia.
–¿No sería mejor que parases el coche? En silencio, me obedece.
Desde el asiento trasero continúo mi inventada historia. Escucho cómo abre el pantalón y, con una discreción que agradezco, sé que ha empezado a tocarse.
También de forma disimulada lo hago yo; deslizo mis dedos hasta el clítoris y lo acaricio muy despacio mientras le cuento a mi chófer aquellas escenas de sexo enredado que nunca llegué a ver. Solamente nos miramos por el espejo y mi voz resuena por encima de los movimientos que no permitimos bruscos.
Creo adivinar su clímax y, al poco, me dejo llevar en el orgasmo más silencioso, inesperado y liberador tenido nunca.
A los pocos minutos termino la historia y le pido que continúe la marcha. Retira sus ojos de mí y conduce, en silencio, hasta mi casa. Me despido como si nada hubiera ocurrido minutos antes. Y cuando me miro en el espejo del ascensor recuerdo sus ojos. Y esa escena de sexo anónimo, quizá no tan espectacular o no tan Kubrik pero real. Muy real.