Vagaba bajo los matices grises de un cielo a punto de estallar en lágrimas por los serpenteantes corredores del complejo académico en donde dedico mis horas de estudio. Un copioso retumbo anunciaba a la distancia la proximidad de una tempestad que me aislaría aún más de mis semejantes, debido a que estos huirían en busca de refugio .
Sin inmutarme por la tempestad continúe mi camino por aquellos corredores, ahora solitarios, que se empapaban por el diluvio reinante. Al levantar la vista observe como las copas de los árboles se balanceaban suplicantes, como agradeciendo a las alturas el maná que les caía. Finalmente podían saciar la sed que por semanas había estado secando la savia de sus maderosas venas. En lo profundo de la tierra, sus raíces se abrían como abismales gargantas para recolectar la mayor cantidad de partículas líquidas que atravesaban la superficie.
Proseguí con mi odisea por aquel abandonado jardín inundado, topándome con diminutos insectos que se atrevían a escapar de sus escondites al percibir la expansiva humedad en el entorno. Teniendo cuidado de no pisarlos, me detuve en el medio de un claro de hierba rebosante de perladas esferas que la cubrían, creando una iridiscente alfombra por donde se deformaba la luz y todo lo que el ojo era capaz de ver. Dejándome llevar por el magnetismo que la hierba fresca ejercía sobre mi cuerpo, me deje caer sintiendo en mi rostro las gotas que estallaban al contacto con mi piel. Permanecí acostado el tiempo suficiente como para ser engullido por la maleza, brotando de mis costillas las raíces que me anclaron en aquel pedazo de tierra, petrificando mi carne y despojándome de mi humanidad.
Finalmente transmutando en un árbol más que se mimetizó con el entorno.