Mientras estrujaba las sábanas blancas y comía tejido, mi cabeza seguía el estribillo de tu canción contra el cabezal de la cama. Este ruido y el de las aguas de mi coño te volvían loco. Siempre aparecían en mis fantasías, por un momento, las gaviotas picoteando mi espalda. Pero eras tú, arañándome, marcándome como un poseso. Luego te bañas en el mar y te jodes si las heridas pican con la sal, me comentabas, serio. El mar está lejos y tú tan cerca, te respondía. Tan cerca. Eran las pocas palabras que conseguía pronunciar.
Me agarrabas el pequeño colgante en forma de cruz que tamborileaba entre mis tetas, lo arrancabas y me lo metías en la boca. Y me impedías escupirlo hasta que estuviera completamente empapado de saliva. Así que no podía gritar, sino emitir gruñidos como un animal perseguido por tus malditas manos. Y me agachabas aún más la cabeza, si cabe, para deslizarte mejor entre mis piernas, arropándome así con todo tu cuerpo. El olor a metal del colgante empezaba a desteñir en mi lengua. Era un sabor a guerra. Aquella que teníamos en esta cama, separados por una pantalla azulada y unas trincheras imaginarias. Un bamboleo extraño de dos cuerpos porque uno quería ser más carnívoro que el otro. Y yo, con la cruz en la boca, intentando no deglutir y destrozarme la tráquea.
Cuando estabas a punto de correrte, ponías una mano sobre mi frente para tirar de mi cabeza hacia atrás y mirarme fijamente a los ojos. Te notaba cada vez más grande e imponente desde ese ángulo. Luminoso, incluso. Era difícil sostener esta postura y se humedecían mis ojos. Odiabas eso. No es el momento de ponerte a llorar. Encierra las putas lágrimas en el armario, me soltabas. Y Aguantaba. Aguantaba parpadeando varias veces mientras me dabas la vuelta para follarme la boca hasta que no quedara una sola gota de tu leche.
Solo después, encendías otra lámpara de tu habitación para que pudieras enseñarme cuán irritado te habías dejado la polla. Me pedías que escupiera el colgante bañado de mis babas. Solo después de todo eso. Solo en ese preciso momento. Y tu polla volvía a hincharse.
Podíamos pasar horas y horas así. Toda la noche. Contigo era como visitar un país que desconocía, despertar en el hogar de un desconocido y sentirse en casa. Con el eco de los maitines. La liturgia de tus horas.
The good old days…