En el calor de nuestra habitación, bajo la manta y la excitación de la escena en pantalla, sonó guay, travieso, excitante, posible.
–¿Te gustaría probar? –pregunté a mi pareja.
En la televisión, tres personas se enrrollaban de manera ágil, acompasando gemidos, miradas y movimientos en un armónico trío sexual.
Mi pareja soltó un sí nerviosillo, sin saber si hablaba en serio o no.
Esa noche soñé con ello, la tercera persona en cuestión pasó de ser una mancha difusa a una ex–pareja mía, y posteriormente una suya. Al sonar el despertador, cachondísima, mientras le despertaba sorprendido con mi mano en su catatónica polla (martes a las 7 a.m.) le susurré «Lo decía en serio», aún bajo los efectos de la fantasía nocturna.
Los días siguientes la conversación volvía divertida e insistente a nuestra cotidianeidad .
Vivía pensando en ello y la humedad me acompañaba constante, sobre todo cuando empecé a integrar a anónimos que veía por la calle, convirtiéndome en una especie de pervertida que cambiaba la realidad por la fantasía todo el rato.
Lo vimos claro, preferíamos alguien desconocido en esta primera vez puesto que no sabíamos cómo reaccionaríamos en el momento y no queríamos mezclar emociones.
Ahora la gran duda; ¿hombre o mujer? Analizando el tópico de que las mujeres tenemos una mayor predisposición a jugar con otras, concluimos que sí, lo preferíamos. Mi pareja no parecía tener problema en que fuera un hombre, pero su reacción inicial era que seguramente no habría contacto entre ambos. Me estresé, muchos miembros y tareas para mí sola. Mujer entonces.
El viernes elegido la idea era ir a un local de intercambio de parejas e intentar dar con uno de esos raros unicornios (habíamos hecho bien los deberes). Aún sin conseguirlo, la visita al local ya era excitante de por sí.
El sitio era lo que yo siempre imaginé sería un prostíbulo o cómo me gustaría que lo fueran; descarado, exhibicionista, incitador, público. Por primera vez, contemplaba el juego de la caza (he de añadir, muy rápida), el intercambio de gente y la entrada en acción (ídem, rapidísima) con una puesta en escena no tan perfecta como la de las pelis, pero real, muy real.
Durante mucho rato no conseguí articular palabra, abrumada por los estímulos visuales y una especie de sensación de estar mirando todo tras la rendija de una cortina. Mi pareja hablaba algo más, aunque yo no registraba nada.
Cuando me di cuenta, su conversación no se dirigía a mí, sino a una mujer pequeña y sonriente que estaba sentada en la barra junto a nosotros. Le presté toda mi atención. Ella supo inmediatamente que éramos «vírgenes» y nos lo soltó con naturalidad y desparpajo, provocando unas necesarias y relajantes risas.
Con mil preguntas por hacer, intenté descubrir qué le llevaba a ella a estar allí. Mi curiosidad era total. Yo no me habría atrevido nunca a ir sola.
La morenita hablaba de su vida sexual con total confianza y muy pronto nos preguntó si queríamos jugar con ella, porque le encantaba introducir a nuevas parejas.
Ahí, entré en pánico. Ahora la fantasía era un cuento de terror. La mujer, un monstruo amenazante, y el local, una mazmorra del siglo XV.
Habíamos acordado una serie de frases «secretas» que utilizar según nuestras sensaciones. Solté la de alerta roja: –cariño, has preguntado donde está el baño, necesito ir.
Mi pareja me miró con ternura y respondió lo pactado: –Sí, te acompaño mejor.
Ella nos miró con cierta sorna, se las sabía todas.
En cuanto desapareció de nuestra vista, él me abrazó, me preguntó si prefería que nos fuéramos y lo fácil parecía el «¡sí!».
Había algo que me ataba al lugar. «¡No!», no quería irme ya, hacía tiempo que no sentía tanto, para bien y para ¿mal?
–Nos quedamos, pero solo mirando, ¿si? –su mirada pareció tener algún tinte también de alivio.
Al volver, ella también relajó la situación.
–No os preocupéis, entiendo todo, podemos seguir charlando, me parecéis majísimos.
Y esa falta de expectativa, de tener que cumplir, de dar el salto (a veces fatídico) de la fantasía a la realidad, lo cambió todo.
De pronto surgió de mí una vocecita que fue imponiéndose al ruido de los gemidos y la música. Mmm, ¿no te gusta lo que ves? ¿Esa amalgama de cuerpos sin rostro, sudados y enredados en un son de fluidos y éxtasis? ¿Este espacio único en el que moral y prejuicios quedan enterradísimos en lo básico, el cuerpo y el goce?
Mmm, ¿no te parece valiente y hermosa esta mujer que os ha ofrecido un regalo único, en un momento también único? Esa voz que no era yo, que no era la que le dijo a mi pareja días antes, «Lo decía en serio», era mas cierta que ninguna otra cosa.
Esa voz acompañó a una mano que, acariciando la nuca de nuestra nueva amiga, acercó su boca a la mía. Y nos besamos, sintiendo la suavidad y dulzura de la boca mas pequeña de una mujer en un diálogo interno que gritaba un sííííí mezcla de sorpresa, curiosidad y morbo.
Las dos nos dirigimos hacia una de esas camas redondas que, sin ser útiles, es necesario usar una vez en la vida y guiñamos un ojo a mi pareja para que nos siguiera.
Entre risas, nervios y en un estado en el que no te reconoces a ti misma, desapareció la ropa y la vergüenza. Cuando mi compañero se unió al juego, siguió nuestro pacto, me permitió medir cada momento de mis fuerzas y de mis ganas. Ganando la batalla las últimas. Agarré su cabeza y le hundí en el coño de nuestro unicornio. Y después de contemplarle durante un rato, sintiéndome una heroína de nuestro tiempo, le pedí que me dejara saborearla y, mmmm, otro sí triunfal sonó dentro de mí; así sabe una mujer, esta mujer, así es tener sexo con más personas, así de ¿sencillo?
Y en ese momento en el que de rodillas, sintiendo la lengua juguetona y experta de la mujer, me crucé con la mirada de mi pareja mientras la penetraba. Sonreí triunfal: «Lo decía en serio».