Fuck me??
22 Feb, 2022
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Encontré la habitación-mazmorra en google, un espacio aparentemente perfecto para mis planes.

Quería someter, en cierto modo, a mi amante. Aquel hombre esquivo, que casi nunca hacía lo que yo esperaba y del que aún no sabía si había una seductora intención en ello o sencillamente era así .
Siendo esta última una posibilidad aterradora. SIEMPRE me han vuelto loca los hombres impredecibles, los que van y vienen, sin saber cuándo ni cómo, los que me tocan las narices sobremanera, los que me joden… en ambos sentidos.

En ese juego en el que el dominante se pretende sumiso, sabiendo ambos que en algún momento de la noche se producirá el giro; ese clic en el que mi cuerpo le pedirá a gritos «Haz conmigo lo que quieras, por favor». En un estado catatónico, en el lado del placer extremo, de entrega, una entrega rabiosa, por lo humillante.

Ese amante que llegó a la habitación-mazmorra y soltó una carcajada, con deleite y sorna, encantado con mi elección y mis intenciones. Una carcajada que, por supuesto, me encendió.

«Te vas a enterar», pensé para mí misma. No me atreví a decirlo en voz alta. Por si acaso.

La cama en medio de la habitación tenía doseles alrededor, siendo el perfecto escenario para las ataduras. Pero además había una cruz de San Andrés y un potro. En la pared colgaban varios juguetes conocidos, desde las consabidas esposas, pasando por un flogger, un pequeño látigo, pala, antifaces, mordazas… Un set básico para un juego de BDSM. Juguetes para aderezar la imaginación, la que realmente construye estas sesiones, en las que solo un insulto puede llevarte a un viaje mucho mas profundo que un castigo físico.

Ante mi inexperiencia, me había decidido por una mezcla de algo de dolor físico y una extensa sesión de privación del placer.

Quería que cada gota del mismo, entregada en minúsculas dosis, dependiese de mi voluntad. No lo había planeado, el sexo es impredecible.

Sí había elegido mi atrezzo: una malla de encaje con liguero y una escasísima tela cubriendo mis pechos, muy soez. Me vestí y le dejé que me mirara en la distancia. Después vendé sus ojos y le tumbé en aquella provocadora cama. Atando piernas y brazos. Él se dejaba tranquilo hacer.

Estaba a mi disposición, y eso ya me ponía muy cachonda. Tener un hombre así, esperando que yo decidiese el siguiente paso, y el siguiente… Un hombre con tantas cicatrices en sus piernas que no rechistaría si decidía morderle, arañarle o pegarle con fuerza. Alguien muy acostumbrado a mandar y a salirse con la suya.

Un hombre al que me apetecía muchísimo hacer daño, para «vengar» así alguno de los desplantes que me había hecho los últimos meses.

Comencé cogiendo algunos juguetes, una pluma suave que le tocaba sin que se inmutara o una pala con la que, avisándole, le marqué la parte interior del muslo… sin que tampoco se inmutara.

El castigo del dolor físico no parecía importarle y, mierda, yo quería que sufriera.

Me coloqué de rodillas a ambos lados de su cabeza, permitiéndole sentir la cercanía de mi desnudo coño, porque me acerqué lo suficiente como para que lo oliese. Sacó la lengua buscando el contacto. Le dejé que apenas lo acariciara y durante un rato me dediqué a acercarme y alejarme lo bastante rápido como para que se frustrara por no poder hundir su boca en ese coño que adoraba. El problema era que, desconociendo su nivel de frustración, el mío era ya muy elevado. Cada vez que me movía separándome de él mi cuerpo se rebelaba, me pedía que le ahogara entre mis piernas, que le dejara saborearme mucho, mucho más tiempo.

Me levanté de la cama ya en un estado de alteración importante. Joder, si acababa de empezar.

Mirarle y ver su tremenda erección buscándome era una tortura. Salté de nuevo encima de él y le metí dentro, gritando al sentir la plenitud. Me quedé parada unos segundos y de nuevo le saqué.

Ahí sí rugió, solamente rugió.

De nuevo tomo distancia, me acerco al mueble bar y le doy un largo trago a la cerveza, mirándole de lejos y sintiendo que no iba a aguantar mucho más.

Le deseaba desde el primer minuto de esa noche de la que habían pasado varias horas ya, le deseaba desde hacía meses, desde la puñetera primera vez que nos tocamos. Y era un deseo que me volvía loca. Uno de esos que aparece cuando no te lo esperas y te descoloca, de los que te moja de noche y de día, uno de los que te encanta y también odias por el nivel de descontrol que supone.

Su privación del placer multiplicaba por mil la mía. Que mierda de dominatrix. Hay evidencias que te abofetean en la cara. Una de ellas era esta. Mi posición en esta relación era la de absoluta sumisión.

Aún así, lo intenté un poco más. Me dirigí a su perfecta polla y posé la lengua sin moverla, la metí en la boca sin rozarla, dejándole que sintiese mi aliento. Él emitía algún sonido de enfado, pero los míos eran de desesperación.

Me levanté, solté cada uno de las malditas cuerdas, le quité la venda de los ojos, me dirigí hacia el potro y me recliné sobre él. Y entonces supliqué: Fóllame hasta que me hagas llorar.

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