Contigo aprendí que habitar otro mundo y vivir otra vida era absolutamente posible. Llegaste a mi vida para cambiar por completo rutinas, hábitos y hasta mi forma de ver las cosas. Coloreaste mis días grises y pusiste música a mis solitarios y rutinarios días.
Definitivamente contigo aprendí a encontrar en lo simple el más profundo amor. En los más pequeños detalles se refugiaba un pedazo de mi corazón. Encontré el tesoro de tu infancia y te convertiste así en el dulce bálsamo de mi ser.
Sí, contigo aprendí a encontrar amor en lo simple, donde creía que no se encontraba .
Me encontré acariciando un vientre cada vez más abultado y, con el tiempo, una muy pequeña, tierna y vulnerable espalda. Tu espalda.
Desde aquel instante, pude verme sorprendida ante la maravilla que era poder contemplar y tocar las plantas de tus pequeños pies, que por entonces, me parecían una miniatura. Confieso que, además, el contar una y otra vez esos diminutos dedos, fue mi pasatiempo favorito.
Me vi de frente con mi vulnerabilidad y sensibilidad cuando te vi llorar. Sentí mi infinito poder curador al secar esas lagrimitas de amor. Contigo aprendí que puedo ser la mujer más fuerte y valiente cuando del más profundo y sincero amor se trata. Implacable, incondicional.
Junto a estos maravillosos, entrañables e incomparables seres descubrí la potencia de los besos y los abrazos. Entendí que mis brazos son su mundo. Y cada beso, el mejor remedio a cualquier tipo de dolencia, sea física o simplemente del corazón.
Una vez que besé esas pequeñas naricitas y sus enormes cachetes, no hubo vuelta atrás. Morí a diario por morder cada rollo. Sentí el más puro amor expandirse por todo mi cuerpo cuerpo. Tal es así que creí explotar, pues tanto cariño y devoción no podían caber físicamente en mí.
Cuando me encontré cantando nanas, me di cuenta de que no podía recibir a cambio el regalo más perfecto. Simplemente hice arte para recibir a cambio esa tierna sonrisa. Una mueca capaz de constituirse en su ancho de espadas, y en mi júbilo personificado.
Ser madre implica necesariamente redescubrirse y estar dispuesta a aprender y reaprender una y otra vez. No hay mejor maestro que tu propio hijo. Chico, fresco, indefenso e inocente, tiene muchas lecciones que darte. De su mano observarás tu entorno de otra manera. Empezarás a detectar el amor más profundo donde jamás lo imaginaste.
Contigo aprendí que mi cuerpo es un inmenso contenedor de amor. Y que mi sola presencia es capaz de brindar paz a esa pequeña alegría por el que mi mundo gira. Aprecié que la naturaleza había puesto en mi camino un ser que dependía tanto de mí como yo de él.
Con tu simple existencia, siento que un par de alas de ángel me sostienen antes de cada caída, y gracias a ello, si toco suelo, no me estrello. Gracias a ti, mi ángel, si caigo puedo volver a levantarme.
Me marcaste un camino, resaltando mi fortaleza. Cercenaste los vestigios de mi costado más egoísta e individualista. Me moldeaste como mujer, me creaste como madre y me redefiniste como ser humano.
Contigo aprendí a no temer a los errores, y a darlo todo por lo que más apreciamos de esta vida. Comprendí el valor y el peso de la infancia. Designé un nuevo significado a la palabra felicidad. Junto a ti encontré otro sentido por el que vivir, por el que luchar cada día.
Es mucho lo que aprendí a tu lado. No solo sobre maternidad e infancia. Me formaste sobre la vida misma y me pusiste de cara a mí misma. Me demostraste el valor de lo simple. Me enseñaste a amar sin medidas, al colmar de alegría cada uno de mis días. Contigo aprendí a ser feliz con tan solo sentir el roce de mi nariz en tus mejillas, tu calor, tu piel de durazno y tu inocente serenidad.