En estos momentos resulta difícil vislumbrar el día en que la pandemia del coronavirus devenga un recuerdo del pasado. Las consecuencias de esta crisis global, que afecta a todos y no entiende de nacionalidades, etnias, convicciones o patrimonios, son difíciles de imaginar .
Cuesta concebir un peligro social potencialmente más instructivo por su carácter igualitario que la incomparable amenaza del Covid19. Se trata de una cuestión global que no puede abordarse con eficacia recurriendo a recetas locales y que precisa de una cooperación universal desde una óptica cosmopolita.
¿Podría esta pandemia global dar lugar a una suerte de revolución social? Una revolución tan inédita como la propia pandemia. Que fuese acometida sin estridencias y se viera consumada mediante reformas de gran calado. Que contemplara unas reglas de juego menos determinadas por los intereses estrictamente económicos. Que generase un contrato social de nuevo cuño, presidido por las prioridades vitales de todos los ciudadanos.
Esta crisis puede invitarnos a reencontrarnos con la naturaleza y a disfrutar de las relaciones interpersonales como antaño. Puede hacernos ver que –parafraseando a Kant– las cosas pueden siempre cambiarse por algo equivalente y por eso tienen un precio de mercado. Pero que las personas no deben ser ser jamás un mero instrumento para una u otra finalidad. Porque su carácter irrepetible les hace sencillamente insustituibles. Y ello les otorga esa dignidad indisociable del ser humano.
Aunque parece algo muy obvio, se diría que tendemos a olvidar lo más evidente. Saquemos lecciones positivas de la pandemia. Las lecturas catastrofistas acostumbran a devenir profecías autocumplidas y ese riesgo sí que podemos evitarlo. Para eso sirve la filosofía, que nos hace mirar en lontananza y otear nuevos horizontes desde los que vislumbrar nuevas perspectivas.