Por José Miguel Gándara C.
Lo bello es rescatar algo, salvar algo de lo eterno y traerlo hasta la prodigiosa sencillez del presente.
Pero de qué hablamos cuando nos referimos a conceptos como el presente y lo eterno. Son acaso, ilusionismos que escapan al sentido de los hombres, sombras de una fuga cósmica, eones que no transitan en nuestra dimensión?.
Las pinturas parietales de Altamira son como ese monolito fastasmagórico que aparece en mitad de La Luna, emergido desde lo intangible, avisándonos, advirtiéndonos que el universo se define en un símbolo, y que aparece en la película 2001 Una Odisea del Espacio.
Son lo incomprensible, lo inasible y el ritual mágico que perdura, eso son las pinturas rupestres de las cuevas de Altamira, y en este documental titulado “ Altamira, el origen del arte”, se rozan los tres elementos más significativos de la condición humana, la material, la histórica o metahistórica y la espiritual o ritualista.
La vida del hombre, desde los remotos tiempos del Paleolítico Superior, se ha conformado y desarrollado como un rito envuelto en una eternidad cíclica, ellos, los hombres del magdaleniense, eran como nosotros, y nosotros somos como ellos, dos extremos de un idéntico universo, con las mismas ansias, con idénticos miedos, aunque separados por una distancia de 35000 años.
El documental nos va llevando de un plano a otro, de secuencia en secuencia, desde los mundos del paleolítico, saltando hasta el siglo XIX y volviendo de nuevo a esa forma de dimensión prehistórica que es el nomadismo en la actual Siberia, nos conduce por entre las protuberancias convexas del techo de Altamira aprovechadas por el instinto del artista, nos obliga a recorrer los angostos y recónditos rincones de la cueva donde aparecen extraños grabados lineales como marcando el altar para el ritual, en plena búsqueda de lo trascendente, de lo simbólico universal.
Una voz en off de María .
María observaba con preocupación cómo su padre se veía sumido, como el Daniel bíblico, en el foso de los leones de la incomprensión humana. También recordaba que su padre la aconsejaba que siempre que fuera posible, dejara que la naturaleza llevara la batuta y si tenía que domeñarla, no usase demasiado el látigo.
Viendo esta película, recordé que soy tataranieto, bisnieto, nieto e hijo de cántabros, y que en Cantabria existe un telurismo como nunca lo he percibido en ningún otro lugar, tal vez por eso mismo, y por la glaciación que arrasaba todo el centro y norte de Europa, es que los hombres del paleolítico eligieron ese lugar para pintar sobre las paredes su concepción simbólica del mundo, sus ritos de magia propiciatoria, sus anhelos y sus terrores más profundos.
Al contemplar los bisontes polícromos en las paredes de Altamira, algunos investigadores pensaron que se trataba de ritos de magia homeopática, ya que al tener al animal en imagen, también lo tendrían en la realidad. Esta magia empática basa su fuerza en la ancestral creencia de que lo similar produce lo similar o que un efecto se asemeja a su causa.
Tal vez y sólo tal vez, la película contenga un secreto mensaje, una advertencia para nuestra supervivencia, para no llegar a convertirnos en seres maquinales e insulsos. Posiblemente, los hombres de Altamira nos estén susurrando desde 35.000 años atrás, que debemos de recuperar el sentido telúrico de la vida.
Hoy en día, en las tierras cántabras se sigue sintiendo ese telurismo del que antes hablaba, las cuevas de Altamira continuan sumidas bajo un halo de misterio y sombra, su portezuela de entrada se mantiene blocada y a la defensiva ante cualquier mirada indiscreta que ose, aunque sea por un instante, desvelar sus más íntimos secretos, los que se encargan de mantenernos en cordura y equilibrio, ya que tal vez consideren conveniente que no estamos preparados para revelarnos toda la verdad.