Estaba desubicada, el corazón me latía a mil por hora, parecía que de un momento a otro saldría despedido de mi pecho, y notaba cómo los ojos se me inundaban de lágrimas. No podía seguir ahí, necesitaba irme de esa casa, necesitaba aire puro, respirar, tranquilizarme y despejar mi mente.

Me puse unos vaqueros, las botas de agua, una cazadora encima de la camiseta del pijama y en tiempo récord salí despedida por la puerta .Quería chillar pero noté ese nudo en la garganta, esa presión que, aunque yo quisiera, no me dejaría emitir una sola palabra, así que me resigné y seguí corriendo bajo la lluvia.

No sabía hacia dónde me dirigía pero realmente no me importaba demasiado, sólo quería desaparecer. Durante mi marcha conecté los auriculares al teléfono y busqué, sin deternerme ni un instante, la canción en el reproductor. Muchos de vosotros os reiréis al ver el título, casi al escribir esto también lo hago yo: "Libre soy". Sí, la banda sonora de la película de Disney "Frozen". ¿Por qué? No lo sé.

Durante los 3 minutos y 39 segundos que duró la canción me evadí completamente, no estaba allí, no era yo, ¿o sí que era yo? ¿cantaba yo esa canción, inconscientemente, por mi infinito deseo de que todo fuera diferente? Cuando acabó la canción y volví en mí noté que estaba completamente calada. ¿Por qué no habría cogido paraguas? No lo sé.

Me detuve bajo un balcón y encendí con dificultad un cigarrillo, reanudando mi marcha al instante. Seguía sin rumbo fijo pero continué caminando. Cada vez llovía con más fuerza y al llegar al semáforo del paso de peatones... ¡Genial, en rojo! ¡Jooooooooooder!

Sin pensarlo dos veces me acerqué a un hombre que tenía paraguas a mi lado, para resguardarme de la lluvia. Eran cerca de las once de la noche y las calles estaban desiertas (invierno, Miranda, frío, lluvia... ¿quién en su sano juicio saldría de casa con ese temporal? Sí, bueno por lo visto ese hombre y yo...), por lo que no me extrañó el pequeño sobresalto que le di al pobre... Y mayor fue su sorpresa al ver que me resguardé de la lluvia junto a él y su preciado, en ese momento para mí, paraguas.

Me miró a los ojos y vio que los tenía anegados en lágrimas, pero no dijo nada. Ni una palabra. Simplemente cambió su gesto de sobresalto a preocupación e interés. Hasta ese momento no me había percatado de lo atractivo que era. Rondaría los 35 años, alto, moreno, ojos verdes y labios finos. Llevaba un abrigo largo gris y unos pantalones de vestir, parecía el típico hombre de las películas americanas que van a coger un taxi hasta su lujoso hotel de 5 estrellas... Pero lo que más llamó mi atención fue la calidez de sus ojos con sus pequeñas arriguitas en el contorno, unida a la expresividad de su sonrisa, formando dos pequeños hoyuelos a ambos lados de su boca. Definitivamente, sí, era muy atractivo.

Pasaron unos diez segundos y sin abrir la boca me tomó el brazo cariñosamente como dándome ánimos sin apartar la preocupación de su rostro. Supo que no quería hablar, no sé cómo pero lo supo, y he de reconocer que en ese momento agradecí que no mediara palabra. Seguimos mirándonos a los ojos y no cambiamos de postura hasta oír que el semáforo reclamaba que nos moviésemos.

De nuevo, volví a la realidad y, ofreciéndole una sonrisa, salí disparada hacia la acera de enfrente. Tras dar unos cuantos pasos me giré y le vi allí petrificado mirándome con mayor interés aún durante otros dos o tres segundos más. A continuación sonrió y siguió su camino mientras yo me alejaba de allí. Un minuto después había llegado a la estación de tren y fue en ese momento cuando me di cuenta de que estaba sonriendo. Ese completo desconocido me había hecho sonreír. ¿Por qué? No lo sabía. No lo sé. Lo único que tenía claro es que posiblemente no lo volvería a ver.