Huellas de luna se reflejan en el cristal de la ventana, exiguos ecos de una noche oscura y fría que acecha más allá de estos muros protectores, emulsión de blanco y negro que simboliza de algún modo el contraste de la propia existencia, poblada de luces y sombras, de dolor y alegrías, de fracasos y esperanzas.
También mis manos acarician el blanco y el negro, el de las teclas del piano en este caso, con suavidad, como si de delicada piel humana estuviesen revestidas, con la veneración de quien se sabe ante un objeto litúrgico, la sagrada fuente de la que mana el elixir capaz de obrar los milagros más empíreos. Basta con que mis dedos pulsen esas teclas para que germine el prodigio, la materia se abre al alma, cobra voz, una voz que, convertida en bálsamo, provoca el desdoblamiento con el que me evado, con el que por momentos consigo aliviar mi angustia infinita para refugiarme en el kibutz donde no tiene cabida esa insoportable melancolía que de ordinario envuelve mis horas.
Como si de experimentadas médiums se tratase, mis manos consiguen que la naturaleza muerta cobre vida y me hable, el piano me muestra entonces un camino distinto al que discurre allá fuera, un camino donde cada nota es un jardín de vivos colores, los arpegios ondas de mar que se suceden bajo bóvedas cerúleas, la reverberación de cada trémolo potentes sismos que me remueven por dentro para hacerme temblar como una luna en el agua .
Fuera del teclado no hay, en cambio, nada que me seduzca, sólo sufrimiento y frío, mucho frío, una atmósfera gélida que se filtra por todos los poros de mi piel para congelarme el alma, así como voces distorsionadas que retumban en mis tímpanos para en su cacofonía trasladarme el caos exterior, el peligro que acecha tras cada rincón, en cada sombra, la confusión de un mundo que siempre me fue hostil, lo que viene al propio tiempo a recordarme lo jodidamente solo que me encuentro.
Al menos la soledad ya no me lleva a caer en trampas urdidas con melosos cebos. La experiencia me ha inmunizado contra los cantos de sirena y ya no sucumbo a ellos como lo hiciera antaño, me he vuelto cauto y suspicaz, mis labios pueden ofrecer una sonrisa aquiescente, pero por dentro están oscurecidos por el recelo y la alarma; no quiero más ilusiones que desemboquen en fracasos, no quiero más dolor, más burla, más manos amigas que escondan traicioneros puñales. Algunos me llaman paranoico, dicen que soy yo mismo mi peor enemigo; según ellos, son mis enfermizas obsesiones las que han engendrado al monstruo que por dentro me devora, al mister Hyde que se alimenta de mi sangre y tira de mí hacia tenebrosas oquedades; pero yo no comparto dicha tesis, no son mis manos desde luego las que con sevicia me golpearon tantas veces, ni es mi voz la que gritó todo tipo de imprecaciones y dicterios con el único afán de zaherirme, ni es en mis ojos donde he visto reflejadas las burlas más crueles…, no, nada de eso, la causa de mi dolor provino siempre de otras manos, de otras voces, de otros ojos.
Noto a menudo la angustia recorrer mis venas, llegar al corazón y oprimírmelo como si fuese blandiblú; en tales casos sólo la música, mi música, puede acudir al rescate, únicamente ella consigue reducir esa opresión tan fuerte que hasta respirar me impide. En la música encuentro el camino que, aunque sólo sea durante fugaces momentos, me aleja de la oscuridad para reconducirme a coordenadas visibles, convertida así en mi último vínculo con la cordura.
El piano es a su vez mi vínculo con esa música redentora, el que me permite acceder a sus arcanos y respirar de nuevo. Llave de ese doble vínculo, me sonríe desde su posición estática. Es mi amigo, lo sé, jamás me traicionará, empatiza con mi lucha interior y llena mis vacíos, está siempre disponible, siempre presto a brindarme su valiosa ayuda, la que emana de sus tripas de cuerda.
En ocasiones depreco porque todo acabe de una vez. Son momentos en los que la impotencia, la rabia y el miedo forman una feroz triada que me hace sentir que ya nada merece la pena, percibiendo entonces el incoercible deseo de abrir mis venas y dejar que con la sangre se escape esta vida que tan pocas satisfacciones me aporta… Pero siempre termina el piano por acudir en mi auxilio, sus teclas me hablan, me piden que les haga el amor, y al hacerlo el aire se impregna de notas que forman imágenes, bellas presencias que me transmiten una energía a la que me aferro para tomar impulso y seguir, una vez más, adelante.