Sonó el móvil. La llamada correspondía a un número que no figuraba en mi agenda de contactos, por lo que dudé en descolgar, más que nada porque temía que fuese una llamada publicitaria, otra más de las múltiples que últimamente recibía de diferentes operadores para convencerme de la conveniencia de adquirir tal o cual producto, acoso del que ya estaba más que harto .
Cuando salí estaba lloviendo, una inoportuna garúa que por un momento hizo que me arrepintiera de la determinación tomada, ¿dónde diablos iba yo en una tarde tan desapacible, con lo bien que se estaba en casita?, pero, en fin, ya que así lo había decidido, resolví no darle más vueltas y seguir adelante hacia aquel encuentro con la, en principio, desconocida. Pensé tomar un taxi, pero me di cuenta de que iba algo escaso de dinero, por lo que, a mi pesar, opté por introducirme en el metro. Demasiadas molestias las que me estaba tomando para acudir a esa cita, algo impropio de mi sibarítico talante. Confiaba en que cuando menos la tal Marta tuviese un buen polvo con el que compensar todas estas incomodidades.
Próximo al lugar de encuentro, atisbé entre la multitud de rostros anónimos a ver si conseguía asociar alguno al de mi ignorado contacto. Marta, Marta, ¿quién diablos serás?, me preguntaba intrigado. Por fortuna, no me fue necesario prolongar demasiado el escrutinio, puesto que nada más llegar surgió de entre la muchedumbre una joven que se abalanzó a mis brazos y sin más preámbulos me soltó un beso en los morros. Empezamos bien, me dije. Cuando se despegó la miré atentamente, al tiempo que le dedicaba una de mis sonrisas más seductoras. La chica llevaba cazadora y minifalda vaqueras, era bajita y tenía los ojos y el pelo de color castaño, recogido este último en una coleta.
—Hola Marta —saludé, confiando en que mi asaltante fuese, en efecto, la persona con quien me había citado.
El brillo de sus ojos despejó todas mis dudas antes de que lo hicieran sus palabras:
—Hola. ¡Qué alegría que vinieras! Cuando te llamé esta tarde temí que tuvieras ya otro plan.
Pese a que su voz e imagen trajeron a mi mente algunos centelleos, éstos no pasaron de ser meros ramalazos inconexos, relámpagos que por un momento iluminaban mi cerebro con el brillo del recuerdo, pero que al instante se desvanecían para que de nuevo la oscuridad prevaleciese dentro de la neuronal colmena. Nada, que aunque me sonaba, no me acordaba a ciencia cierta de ella, y eso que la cabrona estaba bien buena. Tenía que ser alguna pava con la que hubiera pasado alguna que otra noche loca, eso parecía evidente, pero habida cuenta que no conseguía fijar de modo categórico escena alguna en mi memoria, supuse también que lo sucedido debía remontarse bastante en el tiempo, por lo menos un año, y un año para alguien cuya promiscuidad le llevaba de cama en cama con la misma facilidad con que pueda una abeja ir polinizando una flor tras otra, sin más objeto en mi caso que el de gozar, de regalar a mis sentidos los mayores placeres posibles, sin compromisos ni remordimientos de ningún género, un año, digo, era mucho tiempo. Quizá incluso llevaba una buena tajada cuando la conocí, ya que mis juergas nocturnas solían ir pertrechadas, además de sexo, de elevadas dosis de alcohol y cocaína. No me sorprendía en exceso por tanto esta falta de retentiva. Bah, daba igual, estaba buena y eso era lo único que de momento importaba.
Tras los protocolarios «¿qué tal estás?» y «tenía muchas ganas de volver a verte», la conversación derivó a derroteros menos manidos, lo que me agradó sobremanera, pues me sentía incómodo teniendo que disimular de esta manera ante una persona a la que todavía no hallaba ubicación definitiva dentro de mis recuerdos. Yo no tenía muchas ganas de andar mareando la perdiz, de modo que más aún me agradó la propuesta que me hizo de ir a su casa a tomar algo. La verdad es que la tía era de lo más lanzada y no dejaba que le quitase en ningún momento la iniciativa. Mejor así. Aunque seguía sin recordar los particulares de nuestro previo encuentro, era de suponer que, fiel a mi costumbre, el día que la conocí ya desplegara yo toda la mía, de modo que justo era que ahora le tocase a ella.
Su casa era un pequeño apartamento dotado de una sola habitación, muy coqueto, con cocina americana y baño adosado, sin apenas mobiliario, decoración más bien minimalista y las paredes pintadas de un color azul marino muy vívido. Mis ojos se detuvieron sobre todo en el amplio tálamo que copaba buena parte de la estancia, frente al que comencé a fantasear sobre los polvos que en breve echaríamos entre sus sábanas. Ella puso música y me sirvió una copa. Whisky con hielo, tal y como yo le había pedido tras su ofrecimiento. Apenas si mojé los labios en un trago corto para acto seguido hacerlo en su boca, que recibió a la mía con avidez felina. Sus labios eran carnosos y sabían a albaricoque. Ella olía a jazmín. Mientras nos besábamos no dejaba de tocarme la entrepierna, táctil labor que debió permitirle apreciar cómo tras la tela de los pantalones estaba yo más empalmado que un rucio. La verdad es que la muchacha sabía hacer, por lo que preferí dejarme llevar y gozar con sus voluptuosos afanes. Follamos como dos posesos, un polvo frenético que por mi parte concluyó en el aullido de placer que de mis labios brotó al compás que el semen lo hacía de mi pene. Cuando nos separamos estaba sin aliento, pero había merecido la pena, ¡vaya si la había merecido! La noche prometía ser apoteósica.
La contienda amatoria me había dejado con la boca seca, de modo que para calmar la sed apuré de un trago el resto de whisky que aún permanecía en el vaso que ella me sirviera. Me supo a gloria, casi tanto como el polvo. Mi intención era recobrar cuanto antes las fuerzas gastadas para emprender los siguientes asaltos de la que suponía iba a ser una noche plena de lujuria. Sin embargo, lejos de la recuperación pretendida, empecé a sentirme algo mareado. No le di, empero, demasiada importancia, pues supuse que era consecuencia del fogoso despliegue sexual o tal vez de haberme bebido aquel trago con demasiado ímpetu, por lo que, sin más, me levanté y fui al baño a mear, convencido de que, aunque sólo fuera en ese corto trayecto, me vendría bien estirar las piernas.
Cuando, sin que me hubiesen abandonado los síntomas del inoportuno mareo, regresé y me metí de nuevo en la cama, ella me preguntó de sopetón:
—¿Qué? ¿No te acuerdas de mí, verdad?
La pregunta me dejó estupefacto, más que nada por el momento en que era formulada, cuando ya llevábamos juntos casi dos horas y acabábamos de echar un polvo de infarto. La habría entendido si la hubiese hecho en los prolegómenos de nuestro encuentro, en esos primeros momentos donde yo me movía aún mediante azarosos tanteos, pero a esas alturas no tenía ya sentido alguno. Aproveché en cualquier caso esa misma sorpresa para salir del lance:
—Pues claro que me acuerdo. ¿A qué viene eso ahora?
—Mentira, no puedes acordarte porque nunca antes me habías visto.
A partir de aquí todo sucedió muy deprisa, pese a que los acontecimientos los recuerdo tan nítidamente como si hubiesen sido en mi cerebro marcados con un carimbo al rojo. Su siguiente revelación, antes de que yo acertara a decir nada, fue que era hermana de una tal Sonia a la que yo por lo visto había seducido tiempo atrás. Eso no tendría en principio nada de sorpresivo, si no fuese porque acto seguido, con los ojos humedecidos por las lágrimas, me confesó que la susodicha Sonia se había suicidado hacía unas semanas, al parecer arrepentida y pesarosa por haberse entregado a mí.
Ignoraba lo que pretendía mi interlocutora, pero yo ya barruntaba que, dada la tétrica misiva y el tono de reproche con que me había sido comunicada, no sería nada bueno a mis intereses, y dado que así de primeras yo no recordaba a esa Sonia de la que hablaba, decidí que lo mejor era largarme de allí, no en vano estaba comenzando a asaltarme una paranoia que hacía que aquel cuarto perdiera de golpe a mis ojos toda su apariencia de paraíso sexual para convertirse más bien en jaula de encerrona.
—Me voy. No quiero seguir oyendo más disparates —anuncié al efecto.
Pero cuando trataba de incorporarme noté que las piernas apenas si podían sostenerme, me flaqueaban como si estuviesen hechas de gelatina, y me sentí más mareado que nunca. Aquello era de lo más extraño. ¿Qué demonios me estaba sucediendo? No tardó mi anfitriona en ofrecer respuesta a tal pregunta, resultando no obstante ésta más inquietante que el cascabeleo de un crótalo:
—En la copa que acabas de beber disolví un potente narcótico que dentro de pocos minutos hará que caigas en un profundo sueño.
Me quedé blanco, atacado por un sudor frío que comenzó a resbalar a través de mi piel como el hielo de un glacial. Aquello era de locos. ¿Por qué y para qué me había drogado esa furcia? No necesité en todo caso formular la pregunta de viva voz, pues como si me leyera el pensamiento, de nuevo vino ella a darme la respuesta. Para mi espanto, dijo que en ese breve tiempo que restaba antes de que me durmiera debía yo elegir entre morir o ser castrado, de tal modo que en el primer caso se encargaría ella de que ya no volviera a despertar y en el segundo de que lo hiciera sin mis masculinos atributos.
—¿Y si... Y si no elijo nada? —conseguí preguntar, no sé ni cómo, pues un miedo atroz me estaba obstruyendo la garganta, entre balbuceos.
—En ese caso decidiré yo en tu lugar —respondió ella mientras me ofrecía una sonrisa de reptil.
Noté cómo mi corazón era sacudido por unas palpitaciones galopantes, así como secreciones de corrosivo ácido que iban haciendo mella en mi estómago, ignoro si ambas cosas a causa del veneno ingerido o producto del ataque de pánico que me estaba dando.
—Estás loca —acerté a decirle.
A la cabeza me vino entonces una peli de hacía ya algunos años donde la protagonista también pretendía extirpar los cojones de su víctima, a la que con tal propósito mantenía maniatada e indefensa; aquella película me resultó tan cruda y desagradable, que no fui capaz de verla entera, pero váyase a saber si la demente que ahora me amenazaba no la había también visto y extraído precisamente de su metraje los insensatos designios que afirmaba tener respecto a mi persona. ¡Odié en ese momento a los cineastas! ¡Ya podían ser algo más prudentes a la hora de tratar ciertos temas y pensar en la multitud de chiflados que hay por el mundo capaces de emular sus locas ideas!
Traté otra vez de levantarme, pero no pude, la sensación de mareo y vértigo era cada vez mayor, invencible para mi voluntad; de hecho, todo a mi alrededor parecía girar en una especie de espiral hipnotizante, como si la habitación entera estuviese cobrando vida y se hubiera convertido en una inmensa caja torácica respirando convulsamente. Las pocas fuerzas que me quedaban las empleé en insultarla. La llamé hija de puta, zorra, tarada, todo lo que se me ocurrió. Y así hasta que, con la espuma de los insultos resbalando por mi boca como si fuera un perro rabioso, me desvanecí entre tinieblas.
Cuando desperté era ya de mañana, así al menos lo testimoniaba la claridad que al penetrar por la única ventana de la estancia hirió mis ojos. Al principio me sentí desorientado, sin saber realmente dónde estaba; luego me vino de golpe a la cabeza todo lo acaecido la víspera. "Estoy vivo", fue lo primero que pensé. Y acto seguido, atacado por una brusca y horrorosa angustia: "Eso significa que...". Temblando por los nervios, me llevé las manos hacia mis partes pudendas. Imposible describir la enorme satisfacción que me invadió al descubrir que estaba intacto, que allá abajo todo permanecía en su lugar. Para asegurarme, introduje la mano debajo de los calzoncillos. Sí, no parecía faltar nada, las dos bolitas y el pajarito seguían allí, muy encogido este último por efecto del susto pasado, pero en su sitio y con su habitual escolta, que era lo importante. Toqué el conjunto una y otra vez hasta que, cerciorado por completo, respiré lleno de alivio. Confieso que unas lágrimas resbalaron por mis mejillas, auténticas lágrimas de felicidad.
Me incorporé de la cama pleno de entusiasmo. Tenía ganas de saltar, de gritar, de reír a pierna suelta, como si una legión de hormigas traviesas estuvieran recorriendo las avenidas que dentro de mí formaban venas y arterias y me compelieran a, como ellas, no permanecer quieto. Luego de que pasara esta euforia, me percaté de una nota que había sobre la mesita de noche. Como era de esperar, la había escrito mi particular psicópata. Aún conservo esa nota. En la misma venía en primer lugar a decirme que no se llamaba Marta y que a mí me importaba una mierda cuál fuera en realidad su nombre. "Genio y figura", pensé. Seguía luego diciendo que tampoco tenía una hermana llamada Sonia, pero sí una amiga íntima, cuyo nombre tampoco me importaba por cierto un pimiento, a la que en su momento, según refería, seduje, me llevé al catre, hice falsas promesas y terminé finalmente dejando en la estacada. Aquí hice una pausa en la lectura para preguntarme quién sería esa chica de la que hablaba, pero dado que el descrito venía a ser un modo de proceder que había aplicado con muchas de mis conquistas, no quise estrujarme más el cerebro y continué leyendo la nota, en la que proseguía informándome que su amiga había sufrido mucho por mi causa, sintiéndose muy escarnecida y vejada, haciendo especial referencia a cierta ocasión en que por lo visto me crucé delante de ella y ni siquiera la reconocí, algo que al parecer le había hecho derramar abundantes lágrimas. "Vaya por Dios, mira que tienen melindres algunas", me dije para mis adentros. En fin, terminaba su relato diciendo que aquella muchacha quedó hecha añicos, si bien, hacía ya de eso bastante tiempo y su ánimo andaba ya más o menos recuperado. Aquí se servía de un punto y aparte para iniciar luego otro párrafo donde venía ya a explicar el por qué de la trampa que me había tendido. Decía al respecto que mi comportamiento hacia su amiga le había dado tanta rabia que se había hecho a sí misma la promesa de tomar venganza contra mí en su nombre. Aclaraba, eso sí, que por muy cabrón que yo hubiese sido, tampoco mi actitud era merecedora ni podía justificar en modo alguno un asesinato o un castración, pero sí el darme un buen susto como el que justamente me había dado y cuyos detalles estuvo planeando minuciosamente durante varias semanas. "¡Menuda hija de puta!", pensé al leer esto y recordar lo mal que me lo había hecho pasar. Esta parte de la misiva la terminaba con un "sólo espero que esto te haya servido de lección y de aquí en adelante seas más considerado y menos egoísta", colofón que me jodió sobremanera por lo que tenía de asalto a las sólidas murallas tras las que desde siempre había sabido guarecerse mi conciencia. Finalmente, cerraba la nota una posdata en la que me explicaba que había alquilado ese apartamento por una noche y que debía desocuparlo antes de las doce del mediodía. Miré el reloj. Todavía eran las 9.
Han transcurrido ya casi dos meses desde que aquel árido episodio tuviera lugar. Mi vida continúa más o menos en sus habituales derroteros: sigue gustándome disfrutar de una interesante lectura, la buena mesa, hacer deporte, jugar con la video consola... La única e importante salvedad radica en que tengo desde entonces la libido bajo mínimos; de hecho, no me apetece salir con ninguna tía, menos aún tirármela. ¡Casi dos meses y no he vuelto a echar un puñetero polvo! Curioso, pero aquella maldita zorra, si bien no me quitó la vida ni me privó de los órganos genitales, sí que me quitó las ganas de follar.