Acostumbran a ser manipuladores, egoístas, caprichosos, exigentes, volubles y, sobre todo, acaparadores y egocéntricos. Sus armas son las emociones, el poder que de estas emana, ya proceda de algo tan sublime como el amor o tan oscuro como el miedo, y a través de ellas van absorbiendo la energía de sus víctimas para con dicha energía mantener su propio ánimo a flote y sentirse vivos. Son déspotas, aunque no necesariamente perversos, sino más bien en el fondo inmaduros, antojadizos como niños chicos y, como tales, convencidos de que sus necesidades están por encima de las de los demás, no dudando en servirse para satisfacerlas de ese apego o temor que puedan despertar en sus seres queridos, toda vez que es justo de estos últimos, de los seres que componen su elenco afectivo, de quienes obtienen su nutritivo sustento anímico .
Porque las necesidades del vampiro deben ser satisfechas de manera inmediata, sin demora, pues de lo contrario no dudará en valerse de sus dotes manipuladoras para hacer sentir culpable a su víctima, ante cuyos ojos colocará un espejo distorsionador para que se vea a sí misma innoble y sucia, miserable y egoísta, mala e inútil, hasta el punto que todo lo malo que entre ambos pueda acaecer obedecerá a la negligencia, inaptitud o desapego de esta última, de la víctima, ya que el vampiro jamás asumirá que él pueda estar equivocado o cometer errores.
La víctima de un vampiro termina así trocada en un ser apocado y vacío, una cáscara sin sustancia alguna en su interior, un satélite cuya única función es girar en torno del planeta que representa su amo para cumplir todas sus exigencias, no en vano para el vampiro no existen otras reglas que no sean las que determina su propia satisfacción personal y, en base a ello, se alimentará de la energía ajena hasta no dejar ni una sola gota.
Su carácter infantil hace que el vampiro sea asimismo envidioso, lo que le lleva a minusvalorar cualquier logro ajeno, cualquier esfuerzo, cualquier éxito del otro que de algún modo pudiera hacerle sombra. Necesita, por el contrario, del fracaso ajeno, de su inseguridad, ya que cuanto más insegura de sí misma sea su víctima, más poderoso se sentirá el vampiro; cuanto más vulnerable aquélla, más pujante él.
Se nutre de la inseguridad ajena y también del amor, pues el vampiro precisa ser amado hasta el punto de que para su víctima no haya otro sostén emocional que su presencia a su lado, y con tal fin le hará creer que le es del todo imposible vivir sin él, que no hay nada más allá de sus brazos protectores, que el mundo exterior es una puta mierda y sólo junto a él puede permanecer a salvo. Obviamente, esta comedura de tarro termina por anular definitivamente a su víctima como persona.
Sin embargo, en el fondo el vampiro necesita tanto a su víctima como ésta cree necesitarlo a él, pues sin ella se siente solo consigo mismo, soledad que aterra sobremanera al vampiro. Tanto es así que si siente amenazado su cetro, el vampiro llegará incluso a adoptar él mismo el papel de víctima, de falsa víctima por supuesto, no dudando en echar en cara a la otra persona su manera de comportarse hacia él, a enrostrarle su presunta ingratitud, diciéndole que la ha decepcionado y que es una desagradecida, una egoísta, una desleal, etc, todo con el propósito de adherir a su alma remordimientos que la retornen de nuevo al redil.
Así son a mi juicio los vampiros emocionales. Imagino que quien más quien menos habrá alguna vez mostrado síntomas de esa clase de vampirismo, pues va en cierto modo arraigado en la naturaleza humana, si bien, mientras tales síntomas sean únicamente pasajeros y circunstanciales, tampoco pasa nada: sería fácilmente corregible. El problema es cuando el vampirismo está tan arraigado en la sangre que ya no hay vuelta atrás.