Aunque no es de mis deportes favoritos, he jugado mucho al fútbol, y pese a que rara vez lo he hecho de portero, reconozco que una de las coyunturas que de siempre me han resultado más impactantes y dramáticas en este deporte es la del penalti, concretamente en lo que se refiere al guardameta y lo que debe sentir en ese preciso y crucial instante.
La imagen del portero, rodeado de una atronadora y expectante multitud, pero completamente solo, frente a otro individuo que a pocos metros va a disparar contra él un balón con toda la fuerza y colocación que le sea posible, me resulta de todo punto escalofriante.
Más que nada porque lo veo como una metáfora de la propia vida, pues no en vano todos en un momento dado nos sentimos así; solos, vulnerables, aterrorizados ante los muros que se levantan ante nosotros, sabedores de que hay muchas personas que nos azuzan para sortearlos, para que hagamos algo importante que, sin embargo, no sabemos en el fondo si lo conseguiremos, conscientes de la dificultad que entraña, abrumados por la responsabilidad, temerosos de decepcionar a quienes nos animan, conscientes en definitiva de nuestra soledad… Y es que, se mire por donde se mire, frente al penalti todos nos sentimos solos y tenemos miedo.