En la cama, desnuda como una Venus emergiendo de su concha, ladeado el cuerpo y desperdigados los negros mechones de su cabello sobre la almohada, está ella. Yo la observo desde la distancia, a escasos dos metros, como el espectador que contempla suspendido la obra de arte exhibida en un museo .
Mis ojos ya no ven la realidad que a ellos se ofrece, no existe el lecho, ni las sábanas, ni la cómoda de madera adosada, ni siquiera el vaso de agua que sobre ésta reposa y en cuyo cristal aún están húmedas las huellas de sus labios amarantos. Estoy en una dimensión ajena, dentro de su sueño, y allí los componentes son otros, más nebulosos, menos tangibles, su sonrisa lo invade todo, como un relámpago de luz ante el cual todo lo demás empalideciera y se hiciese pequeño, tan pequeño en este caso que las formas terminan por difuminarse y el escenario queda reducido a dos cuerpos, el suyo y el mío, sin que nada exista más allá, dos cuerpos que danzan y se aman. Ella es mi Cibeles y yo su coribante. Bailo y la beso. Y ella me besa. Y yo la deseo.
Estoy en su sueño, vivo y muero allí, en el sueño de ella, que también ya es mi sueño, un sueño hecho de caderas, de senos, de piel, de brazos y piernas; caderas hacia las que mis manos se precipitan, senos que encuentran mi lengua, piel que se estremece a mi contacto, brazos y piernas que se enredan en un nudo inextricable. Ella es mi diosa y yo la adoro como a tal. Y la beso de nuevo. Y ella, mi diosa, también me besa. Y el beso se hace infinito y traspasa los umbrales del sueño para entrar en lo real, porque mi boca en ese instante está ya dentro de su boca, y sus piernas hacen un escorzo de tango y se aferran a las mías incitando a mi carne ardiente para que se abra hueco en su carne húmeda…, en el sueño, y fuera de él, sobre la cama, en el lecho donde me he tumbado también yo.
Pero no, no es real, abro los ojos y compruebo, con dolor, que no es real, porque ella sigue dormida, porque sus muslos reposan indolentes sobre el colchón, porque su boca está cerrada y no acogió el deseo de la mía, porque su sexo no está húmedo ni se impregnó de mi ardentía, porque sus pezones no se yerguen endurecidos ni su piel palpita entre estremecimientos… ¡Pero parece, sin embargo, tan real! Mas ¿qué es lo real y qué lo irreal? ¿Dónde está el límite? Desde luego, fue real en el sueño, eso es evidente, como así lo testimonia que salga de él sudoroso y sofocado y que pulsaciones desaforadas hagan que mi corazón se asemeje por momentos a una alfana alocada. Sí, fue real, ¡tan real! La miro. Sigue dormida, su respiración serena y armoniosa es puro contraste con la mía agitada y febril. Durante el tiempo que invadí su sueño, ningún movimiento ha efectuado en el plano real, sólo esa respiración suave la delata, si acaso algún que otro liviano escorzo apenas perceptible, poca cosa, ligeros culebreos sobre el colchón de esas sensuales curvas que en la anatomía de su cuerpo van configurando muslos, caderas, senos…
Deposito un dulce beso sobre sus labios, esos labios que al paladar transmiten preciados sabores, extractos de miel y de canela, aroma a rosa y celindas, y decido a continuación marcharme… Pero no, no me marcho todavía, tan sólo doy un paso hacia atrás y me detengo, vacilo, frenada mi decisión por una poderosa fuerza que me retiene allí, junto al tálamo, un encantamiento contra el que me cuesta luchar y que, convirtiéndolas en inamovibles columnas, hace que mis piernas se resistan a obedecer los mandatos del cerebro. Es la magia que aflora de su cabello desparramado en la almohada, de sus ojos cerrados, de sus labios rojos, de su piel de seda, una magia que se ciñe alrededor mío como un revestimiento gaseoso que me contagiara de voluptuosa pereza. Y aunque sé que debo irme, allí sigo, estancado, incapaz por momentos de resistir la tentación que me empuja a regresar al lecho y colarme de nuevo en sus sueños.
Porque quiero estar junto a ella en todo momento, porque la necesito, porque ella es mi aire y mi alimento, mi luz, mi calor, la sangre de mis venas, el sentido de mi vida, porque su presencia cercana revitaliza mi espíritu, me confiere un valor del que carezco cuando no la siento a mi lado, porque deseo amarla con dulzura y también con vehemencia, ser en su piel seda y fuego, calma y pasión…, porque me niego a cerrar tras de mí la puerta y dejar de verla. Porque, sobre todo, sé que al irme la realidad engullirá de nuevo mi mente y otra vez me sentiré solo frente al muro en que se ha convertido mi vida.
Y es que, por más que desee engañarme a mí mismo, sé que todo esto no es real, que no se trata ya de que siga dormida, respirando mansamente, pasiva y mórbida cual displicente diosa, sino que ni siquiera está allí, que tan sólo es mi mente la que sigue sosteniéndola sobre esa cama donde tantas veces compartimos amor, deseo y lujuria; mi mente, esa forjadora de quimeras que, plegándose a un ávido afán, tiene a bien engañarme con la materialización de su cuerpo desnudo frente al mío; mi mente, que no halla dificultad alguna en reproducir unas formas que en la memoria lleva grabadas a fuego; mi mente, sí, la misma que, no obstante, termina por abrir sus propios ojos, los ojos de la mente, para que yo constate, con insoportable dolor, que en realidad soy el único que ocupa esa habitación, que lo demás es mera entelequia, que ella no está realmente allí, que está lejos, que hace ya mucho tiempo que se marchó, que se alejó para siempre de mi vida.
Por eso sigo de pie, inmóvil, incapaz de irme, consciente de que al marcharme la quimera se desvanecerá del todo y una vez más volveré a estar solo en mi propio desierto, cabeceando frente a mi peculiar y triste muro de lamentaciones, llorando, sufriendo, cubierta mi alma únicamente por un manto de soledad y nostalgias…. Por eso sigo allí, sabedor de que ya sólo podrá ser mía dentro del sueño.