Ni todos los ricos malos, ni todos los pobres santos
10 Ago, 2019
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Yo estaba verdaderamente harto de los malditos ricos. Mi jefe era uno de ellos .

Se sentía hecho a mano. Nos miraba a todos por encima del hombro y fingía ser nuestro amigo. No soportaba cada que me llamaba a su oficina para un one to one; me preguntaba sobre mis metas en el trabajo, mis descontentos en la oficina y me pedía sugerencias para mejorar el ambiente laboral.


Vaya tipejo, creía que su risita y su amabilidad fingida me iban a engañar. Yo nunca le dije la verdad, de hecho, creo que casi nunca dije nada, trataba de hablar lo menos, asentir o negar cuando fuera necesario y marcharme en pocos minutos de ser posible.


Me ofrecía agua embotellada, café o refresco, pero yo nunca acepté nada. Estaba loco si creía que con una bebida me iba a ganar, eso jamás, yo estaba ahí porque no me quedaba otra.


Mi papá siempre me dijo que desconfiara de todos los ricos. "Son personas malas, ambiciosas, intolerantes, discriminatorias, clasistas...", decía.


Él toda su vida fue chofer de un hombre de negocios a quien vio maltratar a infinidad de personas, pero en principio a sus empleados.


Mi padre se jubiló ahí porque no le quedó más opción.


Cuando tuve edad suficiente para buscar un empleo, lo primero que deseché fue lo de chofer, pero luego pensé que qué importaba donde estuviera, siempre terminaría trabajando para un desgraciado ricachón, entonces ya no me importó dónde fuera. Apliqué para un puesto administrativo en una empresa de telas y me quedé.


Mi jefe era un hombre de unos cuarenta años. Me recibió con una sonrisa (falsa, por supuesto), me presentó con los demás y pidió a alguien que me indicara mis labores a realizar. Tan pronto como pudo se esfumó «típico de los ricos».


Lo veía sólo una vez al mes para el aburridísimo one to one y después nada. La verdad ni me importaba, mientras menos lo viera mejor para mí.


Mi sueldo era una miseria, era obvio que no me pagaba lo justo. Ese ambicioso señor seguro se quedaba con buena parte de mi salario, pero ni cómo reclamarle.


No me quedó otra que vender comida por mi cuenta. Era algo que me gustaba hacer. Además, necesitaba más dinero del que ganaba, así que empecé a llevar sándwiches, tortas y quesadillas a la oficina, después incluí gelatinas, flanes y bebidas; a mis colegas les encantaba todo. Cada día volvía a casa con mis maletas vacías y mis bolsillos llenos.


Un día me di cuenta que ya no necesitaba volver al trabajo. El menú creció y puse un pequeño puesto afuera de la zona de oficinas donde laboraba. Las personas ya me conocían bien y la comida se terminaba a media tarde.


Después de un año compré un local cerca de la zona y me instalé. Empecé a crecer tanto que tuve que contratar personal, yo solo no me bastaba.


Cinco años después de tanto batallar, inauguré mi primer restaurante. Estuve a cargo de él al 100% durante cuatro años más. Luego, con las cosas más estables contraté un gerente y me retiré a disfrutar la vida.


Fui haciendo mucho dinero, tanto y sin darme cuenta, que de pronto ya podía comprarme un auto de lujo, una casa por aquí, otra por allá y muchas cosas más.


A mi restaurante volvía cada mes para un... one to one? Espera... A mi gerente le hacía las mismas preguntas que un día mi exjefe a mí, bueno, pero yo no fingía.


Uno de los meseros era un joven complicado de veras. Siempre había queja de él por impuntual y por ser grosero con los clientes pero lo eximía pensando en lo difícil que era su vida. Creía que su situación de pobreza era un motivo válido para comportarse así. No quería ser el rico desgraciado que corre a un joven con problemas de su primer empleo.


Una mañana mientras hacía visita mensual, sucedió algo insólito: el mesero rebelde agredió físicamente a un cliente; acudí de inmediato al lugar del incidente y al querer detenerlo me golpeó también, entonces advertí su estado etílico y me enfurecí.


Soportaba su comportamiento pensando que a su dinero le daba un mejor uso, como ayudar a su familia o quizá pagar sus estudios, pero no, sólo trabajaba para pagarse la borrachera.


En ese instante y sin esperar una posible excusa, lo despedí.


Me acerqué bastante avergonzado a pedirle una disculpa al cliente; sorpresa me llevé al reconocer a mi exjefe mientras se tapaba con la mano el ojo izquierdo y parte del pómulo, no me reconoció obviamente, y aceptó mi disculpa con una naturalidad y comprensión que yo no podía creer.


"Descuide, sé que no es culpa suya. Aunque hagamos un gran esfuerzo por tener contentos a nuestros colaboradores, finalmente no podemos pensar ni actuar por ellos. No voy a desprestigiar este lugar por una sola persona. La comida es estupenda y el hecho de que el dueño esté aquí pidiendo disculpas sinceras es suficiente para mí, además, la actitud del muchacho seguro se debe a que carga con grandes problemas".


Me tendió la mano y se sentó a terminar sus alimentos.


Yo estaba impactado con tal muestra de humildad ante un acto tan bárbaro.


Toda la tarde reflexioné, él ya no tenía razón para fingir. Yo no era más su empleado y gozábamos de igual estatus como para querer hacerse el simpático conmigo.


Por fin comprendí que nunca debo juzgar a ninguna persona ni por su condición social ni por nada, porque no todos los ricos son malos ni todos los pobres unos santos. También que la vida tarde o temprano nos presenta la lección que necesitamos y, más importante, que mi padre si tenía otra opción.


 

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Aquiles 67 puntos 12 Ago, 2019 Aquiles 67 puntos
Buen relato y excelente moraleja. Está claro que no se deben nunca hacer juicios precipitados en función de lo rico o pobre que alguien sea
+2 votos
12 Ago, 2019
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