Allá por la segunda mitad del siglo XI, Guillermo el Conquistador, quien ostentaba por aquel entonces el título de Duque de Normandía, invadió Inglaterra, destronó al rey Harold y se convirtió a la sazón en nuevo Rey. Con la muerte de Harold se vino abajo el poder de los sajones para comenzar la primacía de los normandos.. .
En este estado de cosas, los monjes optaron por acudir al auxilio de una antigua amante del monarca que se llamaba Edith y a la que apodaban “Cuello de Cisne”. Parece ser que esta Edith había sido una hembra realmente hermosa, al menos si se da crédito a lo que cantaban sobre ella multitud de trovadores y juglares de aquel tiempo, si bien, en la época en que llegaron los monjes en su busca, ya había perdido gran parte de esa lozanía y belleza, de tal modo que lo que encontraron fue a una mujer bastante entrada en años, marchitada y deslucida, una mujer que, repudiada por el fallecido Rey desde hacía mucho tiempo, vivía en una triste y mustia soledad. Lo importante, pese a todo, es que esa mujer no dudó un instante en acudir al campo de batalla, entre cuyos restos fue buscando el cuerpo de su antiguo amante.
Reconozco que en este punto de la historia, mi imaginación, tan dada a dejarse llevar por las alas de la especulación novelera, empezó a recrear cómo habría sido esa escena en concreto, la escena de una mujer sometida por los embates del tiempo, una mujer de huesos frágiles y cabello encanecido, una mujer situada en el centro de un paisaje desolado, moviéndose entre la muerte y el caos, en medio de un hediondo revoltijo de carne desmembrada y sangre todavía caliente, un amasijo de cuerpos destazados, sorteando en su caminar mazas, corazas, hachas y espadas esparcidas por doquier en un horrible batiburrillo, hasta que finalmente, en el vórtice de aquella estampa tan feroz, se desploma de rodillas y toma entre sus brazos un cuerpo exánime, apenas reconocible entre las heridas y la sangre que cubren su rostro, y frente a él empieza a llorar con desconsuelo.
Confío en que se me permitan estas licencias poéticas de la imaginación, pero más o menos entiendo que fue así cómo “Cuello de Cisne” debió encontrar y reconocer a quien otrora fuera poderoso Rey de Inglaterra, a su amado, al hombre con el que había compartido tantas y tantas horas de amor.
Y así fue cómo los monjes pudieron en definitiva dar sepultura a su cuerpo.
Confieso que esta mezcla de épica medieval y de amor incombustible me conmovió muchísimo a medida que lo iba leyendo, lo que me hizo reflexionar justamente sobre la dicotomía entre amor y muerte, o, mejor aún, entre la muerte y la mujer, con tanta frecuencia ligadas, por desgracia, a lo largo de la historia. Sea como sea, no deja de resultar conmovedora la imagen de una mujer desconsolada en medio del infierno generado por los hombres, por esos mismos hombres a quienes ellas, a pesar de todo, aman. Muy curioso, sin duda.
Me viene también de modo automático a la mente el famosísimo concierto de Franz Schubert titulado precisamente “La muerte y la doncella”, una composición que me encanta pero que al propio tiempo suele llenarme de desasosiego, en especial el primer movimiento… Por cierto, existe también una película con ese título (y fundamentada precisamente sobre esa pieza musical) interpretada por Sigourney Weaver, Ben Kingsley: absolutamente recomendable.
Bueno, aunque a mí me desasosiegue parte de ese primer movimiento (fabuloso por otro lado), confío en que a vosotros no os haya desasosegado esta historia que, de un modo harto resumido, os acabo de contar.