Determinados recuerdos perduran en la memoria como esos pétalos de rosa que a veces se insertan entre las páginas de un libro, celadores de algo que fue o que pudo ser, pero cuyo tiempo ya pasó. Allí quedan, como esos pétalos, retenidos .
Un día, sin embargo, abrimos de nuevo el libro y, como arrastrado por el viento, se desliza el pétalo por entre las hojas para precipitarse sobre el suelo. El corazón nos da entonces un vuelco y, con infinito cuidado, nos agachamos para recogerlo, temerosos de que pueda descomponerse. Pero es inútil, nada más tocarlo, el pétalo queda entre nuestros dedos reducido a polvo, difuminado, perdido para siempre. La devastadora labor del tiempo terminó por consumirlo. Unas lágrimas asoman entonces a nuestros ojos, lágrimas amargas, mientras nos preguntamos si de verdad existió alguna vez dicha rosa.
Lo cierto es que concebimos el pasado como algo inmutable, pero ese pasado no es más que el reflejo de nuestros propios recuerdos, los cuales terminan por oscurecerse con el tiempo, a veces hasta el punto de distorsionar la propia realidad donde se engendraron.
Y ello sin contar con que en el fondo todo resulta bastante subjetivo, incluidos los propios recuerdos, que pueden no coincidir con los de la persona o personas que junto a nosotros protagonizaran la realidad fecundadora de aquellos, a fin de cuentas cada cual siente y vive a su manera, divergencia que asimismo tendrá justo reflejo en los recuerdos, asimismo divergentes.
En fin, toda rosa termina por marchitarse y convertirse en polvo, pero incluso ese polvo vendrá a ser reducto del hechicero instante en que floreció la rosa.