Estaba en la cima de mi carrera y renuncié a todo
2 Ago, 2019
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Las leyes lo eran todo para mí. Siempre me consideré un defensor nato de las personas menos favorecidas.


A lo que yo aspiraba era a ser un abogado de oficio: aquellos que la autoridad le confiere a una persona que no tiene los recursos para pagar a un abogado por su cuenta.


Tal vez fueron las series que vi a lo largo de mi vida .

Esas donde la autoridad y los licenciados en derecho hacen hasta lo impensable por ayudar a las víctimas y, donde siempre ganan los menos favorecidos. Así me plantaron la semilla. Un poco de eso y otro poco las desgracias de la gente que conocía aumentaron mi deseo por ayudar a los demás.


Me licencié como abogado a los veintitrés y cuando le expuse a mi padre mi maravilloso plan, sólo encontré oposición:


"¡Cómo crees que un abogado de oficio! Eso no tiene ningún prestigio".


"No estudiaste para regalar tu trabajo".


"Los pobres jamás podrán recompensarte por tu labor".


"¡Qué vergüenza con toda la familia!".


"Mi hijo, ¿el abogado mártir? ¡Jamás!".


Y sí, tanta presión me hizo desistir por completo.


Me aceptaron en un bufete de alto prestigio, donde mis notas escolares y mi destacable desempeño de servicio social impresionaron a los altos mandos. ¡Ah!, además, eran conocidos de mi abuelo.


Aprendí mucho estando ahí. Poco a poco escalé la típica y aburrida jerarquía laboral. 


De ser el novato saca copias con ámpulas de importante, el recadero, el aprendiz, el que hace lo que a los demás les toca, el que se queda al final, el que llega primero y todo eso, pasé, ¡por fin!, a ejercer como supuestamente "Dios manda".


Con la experiencia adquirida ―a la fuerza― en diez años, me convertí en el mejor de todo el despacho. Los que habían sido los mejores que yo, se habían retirado o habían sido inevitablemente superados por mí.


Se corría el rumor entre la gente de "la alta" que yo ganaba todos los casos y me ofrecían sumas de dinero estrepitosas, bastante tentadoras e incluso, propinas generosas en algunos casos. A pesar de ello jamás acepté un caso donde mi defendido no fuera inocente; si era culpable era culpable y punto.


No iba a ayudar yo a un parásito "pudiente" de la sociedad. Así que rechacé ofertas inimaginables. Dinero era lo que, para entonces, menos me faltaba. Los abogados de la fiscalía temblaban al enterarse que me iban a enfrentar en el juzgado puesto que mi fama me precedía.


Sin embargo, esa vida sofisticada de abogacía terminó por cansarme finalmente. Lo tenía todo: estaba en la cima de mi carrera, dinero a manos llenas, mujeres ―interesadas― por doquier, clientes potenciales haciendo fila y lujos a diestra y siniestra.


Sólo una cosa opacaba mi felicidad, una que me ponía la piel de gallina cada que lo pensaba: tenía que seguir las normas de alguien más. A pesar de ser el mejor, seguía teniendo que dar cuentas a mi jefe. Ese puesto, el de director general, era el último peldaño en la escalera laboral de la barra de abogados.


Una vez ahí sólo quedaba esperar para jubilarse o para morir. Ya no había lugar hacia el cual crecer. Ese era el tiro de cualquiera que alguna vez entrara a litigar al despacho. Todos lo querían, incluso yo en algún momento, pero sólo se podía conseguir cuando el actual bien se retirara o muriera. Por ambas había que esperar muchos años. 


Pensaba que aún como director, el bufete jamás sería mío. 


Una noche, hostigado de tratar con gente ―en su mayoría― inescrupulosa, tomé la decisión y renuncié.


De mi cabeza nunca escapó la idea de defender a los más necesitados. Con el vasto prestigio que cubría mi nombre, con el capital más que suficiente y con los contactos adecuados, abrí mi propio despacho.


Yo era el jefe, yo era el que dictaba las reglas a partir de entonces. 


Indagué profundamente en el mundo de los licenciados y encontré a los mejores. En principio, analicé detenidamente sus valores morales, sus relaciones familiares y sus casos más importantes.


Listo el bufete, listo el equipo, listo el dinero y listo yo, comenzamos a trabajar.


Mis abogados, mis casos y mi firma, estaban destinados a trabajos 100% sociales. Defendíamos a la gente inocente que no contaba con los recursos para pagarnos. No cobrábamos un sólo peso.


¿Dónde está el negocio? Te estarás preguntando.


¿Dónde el éxito?


¿Dónde el dinero?


Parece contradictorio pero es real: mientras más das, más recibes. Es una ley no grabada en ningún papel. 


Recurrí a una subvención del gobierno para poder pagar mi salario como CEO y el de cada uno de mis colaboradores.


Algunos de mis exclientes se enteraron de mi nuevo proyecto y aportaron cuantiosas sumas de dinero a la organización como agradecimiento por mi participación en su defensa en el pasado. Así es como periódicamente recibíamos sumas de dinero que nos permitían seguir en pie y poder contratar a más abogados y ayudar a más personas.


Conocí a mucha gente. Hice nuevos amigos. Recibía obsequios todo el tiempo.


Eso para mí era el verdadero sabor del éxito. Esa es la vida que había imaginado cuando ingresé al salón como estudiante de derecho hacía muchos años.


Después comencé a invertir mi dinero en algunas acciones de las empresas de mis amigos y conocidos, con lo cual hice más dinero y fortalecí todavía más mi organización. 


Hasta el día de hoy ― trabajando de forma gratuita― el dinero no ha dejado de llegar a mi vida. No he dejado de ayudar a los más necesitados y no he dejado de alegrarme todos los días por haber renunciado a lo mundano cuando estaba en la cima de mi carrera.


Sin duda dejé lo bueno y ordinario de la vida, por lo extraordinario de un... De mi sueño.


 

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Aquiles 67 puntos 10 Sep, 2019 Aquiles 67 puntos
Una arriesgada decisión que a la postre salió bien. Genial
0 votos
10 Sep, 2019
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