Son las dos de la mañana y no puedo dormir. No dejo de pensar en ella.
Era un lunes de agosto cuando la vi por primera vez .Esa falda beige apenas le cubría las nalgas. Usaba una blusa blanca de tirantes y los tacones más ordinarios que había visto en mi vida. Eran las siete de la mañana y no llevaba suéter. Pensé en su madre, ¿cómo podía dejarla salir así? ¿O acaso no tendría una madre que se preocupara por ella?
Era el primer día de clases de la preparatoria. Me tocó en el salón 5 y a ella en el 6, junto al mío. La vi muchas veces, casi a diario. Daba pena esa, su forma tan indecente de vestir, tan corriente, tan barata. Mis amigas y yo solíamos mirarla con desdén; criticábamos su ropa, su maquillaje y hasta su peinado.
Ella tenía muchos amigos, la mayoría hombres, aunque en realidad no creo que fueran sus amigos, porque de haberlo sido no habrían presumido todas las veces que se la llevaron a la cama. Cuando ella pasaba cerca ningún hombre se resistía a mirarla. Yo rodaba los ojos mientras pensaba: ¿Qué le ven? En realidad no la veían a ella, a la mujer, veían un cuerpo, una oportunidad fácil de liberar sus instintos primarios.
Pasamos a tercero y ambas elegimos el propedéutico de informática, nos tocó el mismo salón. Casi no hablamos durante todo el año, nos sentábamos a ambos extremos del aula y nuestros grupos de amigas eran muy distintos. Ellas eran las zorras, las facilonas de la escuela. Nosotras las intelectuales, las niñas bien.
En quinto semestre se sentó al lado mío y una mañana me pidió prestado mi espejo, me lo devolvió a la salida; se acercó a mí mientras yo esperaba el transporte en la parada y casi como no queriendo terminamos platicando un rato.
Los días siguientes nos saludábamos más y, aunque poca, ya teníamos cierta convivencia.
Un día se peleó con su grupo de amigas y la invité a pasar el receso con nosotras. Era divertida, demasiado ocurrente y con una chispa envolvente. Su risa era contagiosa y su personalidad única.
Una tarde me invitó a comer a su casa, no sé por qué lo hizo y tampoco por qué acepté. Conocí a su madre, una mujer difícil que la bombardeaba con comentarios hirientes e inseguridades típicas de una esposa engañada, su padre era un machista misógino y sus hermanos también machistas y holgazanes. Nadie le enseñó a quererse. Nadie la quiso nunca como era. Por eso vestía así, por eso se iba a la cama con el primero que le tendía la mano. Sólo buscaba que la quisieran aunque fuera un rato.
Una mañana entró al salón con unos papeles en la mano, habló con la profesora y, antes de marcharse, se acercó a mi lugar, me dijo: "Tengo cáncer", así como si nada, con la mirada triste y una sonrisa de ya qué. En el salón nadie le creyó, nadie hasta que volvió sin cabello una semana después.
Se unió a mi grupo de amigas y empezamos a conocernos mejor. Supe que, a pesar de todas sus aventuras fugaces, vivía perdidamente enamorada de un hombre desde hacía cuatro años, y que él no correspondía de la misma manera; la había dejado luego de enterarse sobre el cáncer.
Las quimioterapias resultaron positivas, aunque muy dolorosas. Adelgazó muchísimo, tenía enormes ojeras, los ojos sumidos y la piel pegada a los huesos. Usaba una linda peluca lacia y castaña a la altura de los hombros. A veces usaba unos pupilentes color lila y otras veces color naranja, era tan exótica e irreverente que me daba envidia como le importaba un cuerno lo que la gente pensara de ella.
Una noche mientras me duchaba, ella me llamó al celular, no paraba de llorar, estaba embarazada y no sabía de quién. Le dije que todo estaría bien, ella quería abortar, pero no lo hizo y ahora soy tía de un hermoso niño.
Salimos de la escuela y nuestro círculo de amigas se redujo a dos: ella y yo. Estudiamos diferentes carreras, en diferentes universidades. Salíamos cada vez menos, pero nunca perdimos comunicación. Me mudé de ciudad un par de veces y siempre hablábamos como si no hubiera pasado el tiempo y no existiera la distancia.
Hoy recibí una llamada de su celular, no era ella, era su mamá: mi amiga murió. El cáncer volvió, ella no me dijo nada. Mañana viajaré para ir al velorio. La última vez quedamos que en nuestro próximo encuentro comeríamos unas papas grandes de McDonald’s y una Coca de refill, ya no va a suceder.
Hace diez años la vi por primera vez y mañana será la última. Estoy orgullosa de decir que esa mujer por la que nadie daba un peso en la escuela, era mi mejor amiga, mi amiga la p*ta.