Sólo una vez en la vida podemos sentir y ver las cosas como son. Una sola vez y pocas personas lo recuerdan.
Justo ahora lo tengo fresco en mi memoria porque acabo de nacer .
Toda mi familia estaba reunida en casa de mi hija esperando noticias sobre mi estado de salud. La casa se ahogaba en un silencio tortuoso permitiendo a las peores suposiciones adueñarse del lugar.
Todos callaban sus bocas pero ninguno podía hacer lo mismo con sus pensamientos. Un momento como aquel haría reflexionar a cualquiera.
Yo, en mi habitación, me iba al más allá y volvía a la tierra en cuestión de segundos. Trataba de no quejarme pero el dolor no cedía.
Mi hija mayor, estaba sentada en la cama de enfrente. Ella ya había tenido pérdidas más grandes: su esposo, su madre (mi esposa) y su hermano (mi hijo menor), por lo tanto, mi partida sería un pellizco para su corazón. Sus ojos casi desbordados no me quitaban la mirada de encima; misma que mis pupilas no paraban de esquivar.
Me dolía el cuerpo un momento, pero cuando me iba ya no. Cerraba los ojos y en la oscuridad apenas veía el agua que me guardaba. Mi cuerpo flotaba. Exhalaba burbujas pero no me ahogaba. Respiraba con suma facilidad.
Abría los ojos y volvían a mí esos dolores insoportables que casi se habían apoderado de mi cuerpo entero. Mi mano temblorosa buscó la de mi hija.
Quería partir de una vez por todas, pero tenía mucho miedo. Sabía que ese miedo era el que me ataba a la maldita cama.
Ella me tomó con ambas manos y por fin sus ojos permitieron que sus lágrimas escaparan. Lloró en silencio por mí. Ambos sabíamos que el momento estaba cerca y que nuestros silencios hablaban más de lo que podrían hacerlo nuestras palabras.
Se inclinó para besar mi frente y sentí en sus labios el amor más puro del universo. Cerré los ojos una vez más y me encontré de nuevo en la penumbra. Flotando en la oscuridad. El dolor había desaparecido.
Mis brazos extendidos y mis piernas libres me hicieron sentir que volaba. La felicidad me embriagó el alma. Podía abrir mis manos, mover cada uno de mis dedos y patalear. Mi pie chocó contra algo húmedo y suave. Sentí una caricia rozar mi cuerpo. Me estremecí de júbilo cuando escuché su voz. «¿Eres tú, Dios? —pregunté—. ¿Llegó mi hora?».
La pared húmeda se movía mientras algo del otro lado la frotaba en repetidas ocasiones. Abrí los ojos y estaba en cama. Los dolores volvieron a mí. Ya no podía más. Las lágrimas cayeron por los resquicios de mis ojos y me empaparon el cuello. Miré a mi alrededor. «¿Este será mi último día de vida? ¿Jamás volveré a ver mis cosas, mi casa, a mi hija?». Sin duda era el final. Podía sentirlo en el pecho.
Recordé la tarde que me caí de un árbol y como, mientras lo hacía, sentía que iba a morir. Sin embargo, salí avante, esa y mil veces más, hasta que me encontré de frente con la diabetes.
El bullicio que se desató afuera de mi recámara capturó la atención de mi hija. "No tardo, papá", me dijo. Soltó mi mano colocándola cuidadosamente sobre mi costado y salió de la habitación.
No hubiera querido que se fuera. No hubiera querido morir sólo, pero por más que quise mi boca no se abrió y mi garganta no emitió ningún sonido. Cerré los ojos, suspiré profundo y partí.
La luz al final del túnel estaba ahí, esperándome. Regresé a la penumbra llena de líquido y a lo lejos escuché unos gritos.
Las paredes húmedas bombeaban el agua que me hacía flotar. No había más dolor, pero sí expectativa. «¿Qué sigue ahora? ¿Dónde estoy? —pensaba—. ¿Así es el cielo?».
Y tan pronto callaron mis pensamientos una irresistible fuerza de atracción me arrastro hacia el final del túnel donde un rostro conocido esperaba por mí, era mi hija:
—Ya pasó. Ya pasó —le decía a alguien—. Es un varoncito, mija. ¿Quieres conocerlo?
—Sí, abue, es lo que más deseo —dijo una voz de mujer.
Mi hija me envolvió en una manta y me extendió a los brazos de una joven que se hallaba en el sofá de mi casa. Era su nieta, mi bisnieta antes de morir y ahora mi madre.
—Hola, angelito de Dios—dijo ella con lágrimas en los ojos cuando me sostuvo en sus brazos— Yo soy tu mamá, bienvenido al mundo.
—Abue, nosotros ya estamos bien —continuó—, gracias a Dios y a ti. Regresa con tu padre a la habitación, él te necesita.