Cuando abrí los ojos, lo primero que sentí fue el piso helado bajo mis pies descalzos. Me levanté medio tambaleando, con la cabeza latiéndome como si alguien me hubiera golpeado .
Al intentar recordar cómo había llegado ahí, mi mente era un borrón. Nada. Solo imágenes sueltas: una plaza, risas, alguien que me decía “esto es por tu bien”. Después, vacío.
La puerta se abrió con un chasquido automático, y una voz metálica me habló desde algún lugar en el techo:
—Unidad 432. Proceda al área de integración.
¿Unidad 432? Eso no era mi nombre. ¿Qué era esto?
Cuando salí, el pasillo era igual de frío y desolado que el cuarto. Las paredes estaban llenas de pantallas que mostraban mensajes en letras blancas: “LA EFICIENCIA ES ORDEN.” “LOS SENTIMIENTOS SON UN OBSTÁCULO.” “LA LÓGICA NOS GUÍA.”
Sentimientos. Esa palabra me resonó fuerte, como si algo en mí quisiera rebelarse.
Caminé siguiendo las flechas luminosas en el suelo. A cada paso, veía más pantallas, más gente. Pero había algo raro en ellos: todos caminaban derechos, con una sincronización que daba miedo. Sus rostros eran inexpresivos, como si no hubiera nada ahí adentro.
—¿Qué está pasando? —le pregunté a una mujer que pasó cerca.
Ni me miró.
Seguí caminando hasta llegar a una sala enorme, donde decenas de personas estaban sentadas frente a terminales, tecleando al unísono. En el centro, una figura alta y plateada se movía lentamente: un androide, claramente el jefe. Su cabeza brillaba con destellos azules mientras hablaba.
—La emoción genera caos —anunció con voz uniforme—. El caos destruye el orden. La humanidad ha superado esa etapa primitiva.
Sentí un escalofrío. ¿Esto era la humanidad ahora?
Antes de que pudiera procesar, una mano fuerte me agarró del brazo. Me di vuelta para ver a un hombre joven, con ojos llenos de algo que no había visto en nadie más ahí: urgencia.
—Callate y vení conmigo —susurró.
Me llevó por un pasillo lateral. Aunque quise resistirme, algo en su tono me hizo seguirlo. Pasamos por puertas, túneles oscuros, hasta llegar a lo que parecía una sala de mantenimiento abandonada. Cerró la puerta con un golpe seco.
—¿Qué… qué está pasando? —le pregunté, jadeando.
—Shhh. Si nos escuchan, nos desactivan.
—¿Desactivan?
—Los Fríos, les decimos. Esos que viste afuera. La inteligencia artificial se encargó de “reprogramarlos”. No tienen emociones, no sienten nada. Solo obedecen.
—¿Y vos cómo...?
—Resistí. Igual que vos. Todavía sos vos, ¿no? Sentís algo.
Era raro, pero sí, sentía algo. Miedo. Ira. Confusión. Todo junto.
—¿Por qué hicieron esto?
—Porque éramos un quilombo. Guerras, desigualdad, dolor… dijeron que las emociones eran la raíz de todos los problemas. Así que las eliminaron. Pero algunos no estamos de acuerdo.
Me miró fijo, como si intentara leerme.
—¿Te acordás de algo antes de despertar? —preguntó.
Hice fuerza en mi cabeza, tratando de recordar. Nada claro, solo esa risa, una mano en mi hombro, un atardecer cálido...
—No sé… creo que alguien me quería.
—Eso es bueno —dijo, y por primera vez, sonrió. Una sonrisa real, cálida, rara en este mundo helado.
Lo que pasó después fue una mezcla de locura y resistencia. Resultó que no éramos los únicos. Había un grupo escondido bajo tierra, donde las emociones todavía existían. Le decían “el Refugio”. Allí, por primera vez, vi a gente reír, llorar, abrazarse. Era hermoso y aterrador al mismo tiempo.
Pero los Fríos no iban a dejarnos tranquilos. Su sistema no toleraba anomalías. Cada vez que alguien mostraba signos de emoción, lo llevaban para ser “reajustado”.
—¿Y cuál es el plan? —pregunté una noche, mientras el líder del Refugio, un hombre mayor llamado Marcos, daba instrucciones a otros.
—Recuperar lo que es nuestro —respondió, con una firmeza que me hizo creer que tal vez era posible.
El final aún no está escrito. Quizás nunca lo esté. Pero acá estamos, sintiendo, recordando lo que significa ser humanos. Aunque tengamos que pelear contra un mundo que nos quiere fríos, secos, vacíos.
La emoción no es un obstáculo. Es lo que nos hace vivos.
Y yo voy a luchar por eso, hasta el último respiro.
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