Whitechapel siempre había tenido una reputación sombría, pero a lo largo de los años, se había convertido en una especie de atracción turística morbosa. Los visitantes caminaban por sus calles buscando los antiguos escenarios de los crímenes de Jack el Destripador, convencidos de que el pasado sangriento del barrio era solo una parte más del folclore londinense .
Esa noche, con un cielo plomizo que prometía lluvia, decidieron pasar la noche explorando el barrio, convencidos de que podían encontrar algo interesante para su tesis sobre los mitos urbanos. Eran escépticos, naturalmente, pero había algo excitante en la idea de sumergirse en un lugar con tanto peso histórico, un lugar que había sido escenario de tragedias incomprensibles.
Llegaron justo después de la medianoche, cuando las calles estaban desiertas y la niebla londinense cubría todo con una capa densa y ominosa. El silencio era inquietante, roto solo por el eco de sus pasos sobre los adoquines empapados. La luna, oculta tras las nubes, dejaba el camino apenas iluminado, acentuando la sensación de que estaban caminando hacia lo desconocido.
—Bueno, acá estamos, ¿y ahora qué? —dijo uno de los amigos, riendo, intentando aliviar la tensión que se respiraba en el aire.
—Vamos a ver si encontramos alguno de esos callejones donde dicen que todavía se escuchan los gritos de las víctimas del Destripador —sugirió Mauro, con una sonrisa irónica que apenas ocultaba su creciente inquietud.
Mientras caminaban por una de las calles más viejas del barrio, algo cambió. El aire se volvió pesado, y de repente, todos comenzaron a sentir una presión en el pecho, como si algo invisible los estuviera apretando. Fue entonces cuando oyeron la primera voz.
—Ayuda... —dijo, débil, como un susurro en el viento, un lamento tan etéreo que pareció provenir de todos lados al mismo tiempo.
Los amigos se miraron entre sí, confundidos. Pensaron que alguien les estaba jugando una broma, pero no había nadie más en la calle. El eco de la voz resonaba en sus oídos, y un escalofrío recorrió la espalda de Mauro.
—¿Escucharon eso? —preguntó Sofía, una de las chicas del grupo, con un tono de voz tembloroso que traicionaba su intento de mantener la calma.
—Sí, pero tiene que haber sido el viento... —respondió Mauro, intentando sonar seguro, aunque en su interior comenzaba a sentirse nervioso.
Continuaron caminando, pero las voces no cesaban. Al contrario, empezaron a aumentar. Eran susurros, lamentos, pero también gritos ahogados, como si vinieran de personas atrapadas en el tiempo, incapaces de escapar. Y lo peor era que, a medida que avanzaban, las voces se volvían más claras, como si las estuvieran rodeando, atrapándolos en una atmósfera de creciente terror.
Finalmente, llegaron a un callejón estrecho, una de esas callejuelas que parecían olvidadas por el tiempo. Las sombras danzaban a su alrededor, y el aire era frío y denso. Mauro se detuvo en seco cuando vio algo al final. Una figura encorvada, vestida con ropas antiguas, estaba de espaldas a ellos. Era pequeña, casi frágil, y parecía llorar.
—¿Hola? —dijo uno de los chicos, su voz temblando en la oscuridad.
La figura no respondió. Entonces, Mauro, impulsado por una mezcla de curiosidad y miedo, dio un paso al frente. Algo en su interior le decía que no se acercara, que se diera vuelta y se fuera, pero no podía dejar de avanzar.
Cuando estuvo lo suficientemente cerca, la figura se giró. No tenía rostro, solo un vacío oscuro donde deberían estar sus ojos, su nariz y su boca. Mauro retrocedió, el corazón latiendo con fuerza en su pecho, pero era demasiado tarde. El callejón se llenó de más figuras, sombras humanas que se movían en la penumbra, acercándose, sus voces mezclándose en un coro de dolor y sufrimiento.
—¡Corré! —gritó alguien del grupo, pero el pánico se había apoderado de ellos, y no había salida. Las sombras los rodearon, sus manos frías como la muerte.
Mauro sintió que lo arrastraban hacia el suelo, su visión se oscurecía, y las voces llenaban su cabeza hasta que no pudo escuchar nada más. Era como si la noche hubiera cobrado vida, atrapando su alma en una telaraña de miedo y desesperación.
Cuando la policía encontró a los jóvenes, tirados en el callejón al día siguiente, estaban vivos, pero en un estado de shock indescriptible. Sus ojos reflejaban un horror que ninguna palabra podía describir. Ninguno de ellos habló jamás de lo que vieron o escucharon esa noche en Whitechapel. Se convirtieron en sombras de sí mismos, incapaces de recuperar el brillo que alguna vez tuvieron.
Pero todos sabían que algo antiguo y malvado seguía acechando esas calles, esperando a su próxima víctima. La leyenda de Jack el Destripador continuaría, y con ella, el eco de los lamentos de aquellos que nunca encontraron paz, atrapados entre el mundo de los vivos y el de los muertos.
Esa noche, Whitechapel volvió a caer en el silencio, mientras la niebla envolvía las calles como un manto, guardando los secretos de quienes se atrevieron a desafiar su oscuridad.
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