Paula: atrapada en su mente
12 Oct, 2024
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Paula siempre había sido una joven reservada. En la escuela, mientras otros niños corrían por el patio, ella solía sentarse sola, con la mirada perdida, observando el ir y venir de los demás .

Aquella sensación de no encajar comenzó a crecer en su interior desde muy pequeña. Sus padres siempre la describieron como "sensible", pero nadie alcanzaba a ver el peso que realmente cargaba. A medida que crecía, esa sensibilidad se transformó en una angustia profunda que la acompañaba en cada paso que daba. La ansiedad, aunque invisible para los demás, la consumía por dentro.


Ahora, a sus veintitantos, la ansiedad se había convertido en una sombra constante que la seguía a todas partes. Le impedía disfrutar de los momentos simples de la vida y, peor aún, le robaba la capacidad de conectarse con los demás. Su relación con Miguel, su pareja desde hacía dos años, comenzó a deteriorarse de forma inevitable. Miguel, a pesar de ser comprensivo, no podía entender lo que pasaba por la mente de Paula. Las discusiones comenzaron a ser frecuentes y se intensificaban cada vez que Paula, consumida por sus propios pensamientos, se distanciaba emocionalmente.


—No puedo seguir así, Paula. No sé qué está pasando, pero no puedo estar en una relación donde me siento invisible —le dijo Miguel una noche, después de un largo silencio.


Paula intentó explicarse, pero no encontró las palabras. ¿Cómo le podía explicar que su mente nunca descansaba, que cada pequeño gesto, cada palabra no dicha, cada mirada la hacía sentir insuficiente? Todo era una amenaza para ella, un recordatorio constante de que no era suficiente, de que nadie la entendía.


Con el tiempo, su círculo social comenzó a reducirse. Sus mejores amigos, Clara y Julián, también se alejaron. Paula los evitaba, temerosa de que descubrieran cuán rota se sentía por dentro. Y aunque intentaron apoyarla, la ansiedad de Paula la convenció de que ellos también la juzgaban en silencio.


—Me siento incomprendida —le decía Paula a sí misma cada noche, mientras el insomnio la mantenía despierta hasta la madrugada. Se sentía prisionera en su propia mente, incapaz de escapar de los pensamientos invasivos que le recordaban todos sus fracasos y defectos.


Las discusiones con sus padres no ayudaban. Ellos, sin comprender la magnitud de lo que Paula atravesaba, la presionaban para "salir adelante", para "no exagerar". Le decían que debía ser más fuerte, que otros lidiaban con problemas peores. Pero esas palabras, en lugar de animarla, la hundían más en su aislamiento. Se sentía sola en un mundo que no podía entender su dolor.


El aislamiento de Paula llegó a tal punto que evitaba cualquier tipo de interacción social. Se encerraba en su habitación, refugiándose en su cama como si ésta fuera el único lugar seguro. Sin embargo, el silencio de las paredes solo amplificaba el eco de sus pensamientos.


Un día, después de semanas sin apenas salir de su casa, Paula tocó fondo. Sentía que no podía seguir así, pero al mismo tiempo, no veía una salida. En ese momento de desesperación, recordó algo que había dejado de lado hacía mucho tiempo: su fe. Cuando era niña, solía orar cada noche, encontrando consuelo en la idea de que alguien la escuchaba. Pero con los años, su fe había ido menguando, eclipsada por la ansiedad y la angustia.


Esa noche, con lágrimas en los ojos y el corazón lleno de desesperación, Paula se arrodilló al pie de su cama y oró. No sabía qué pedir, ni qué decir, pero las palabras fluyeron en medio del llanto. Fue un clamor desesperado, una súplica a Dios para que la ayudara a encontrar la paz que tanto anhelaba.


Al día siguiente, algo en Paula cambió. No fue un cambio instantáneo ni milagroso, pero había una pequeña chispa de esperanza. Decidió buscar ayuda profesional. Concertó una cita con una psicóloga recomendada por Clara, su amiga con la que había perdido contacto. La primera sesión fue difícil. Hablar de su angustia, de su infancia y de cómo todo había comenzado, fue doloroso, pero también liberador. La psicóloga le habló sobre la ansiedad generalizada, sobre cómo esa angustia que había arrastrado desde niña necesitaba ser entendida y tratada.


A partir de ese momento, Paula comenzó a hacer pequeños cambios. Se obligó a salir a caminar cada mañana, aunque su mente insistiera en que se quedara en casa. Comenzó a practicar técnicas de respiración y a escribir en un diario para liberar sus pensamientos. Y, poco a poco, fue recuperando el contacto con sus amigos, quienes, a pesar del tiempo y la distancia, la recibieron con los brazos abiertos.


Miguel, aunque dolido por la distancia que se había creado entre ellos, también le dio una oportunidad para hablar. Esta vez, Paula pudo explicarse mejor. No fue fácil, pero finalmente, él comenzó a entender lo que ella estaba atravesando. Ambos acordaron darse un tiempo para sanar y redescubrir su relación desde una perspectiva más saludable.


En su camino de recuperación, Paula encontró en Dios el refugio que tanto necesitaba. A través de su fe, comprendió que no estaba sola en esta lucha. Cada vez que la ansiedad amenazaba con consumirla, Paula encontraba consuelo en la oración y en la idea de que había algo más grande que su propio dolor. Aunque sabía que su recuperación sería un proceso largo, ya no tenía miedo. Sabía que había esperanza, tanto en el apoyo de los profesionales como en su relación con Dios.


Al final, Paula entendió que la ansiedad no definía quién era. Aprendió a convivir con ella, a no permitir que controlara su vida. Y, sobre todo, descubrió que no tenía que enfrentar sus miedos sola. Dios, su familia, sus amigos y los profesionales estaban ahí para sostenerla, y eso fue lo que le permitió volver a sentirse viva.


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